Arturo Prins
Para LA NACION
HACIA 1810, nuestro ingreso per cápita era similar al de Estados Unidos, algo menor que el de Australia e igual que el de Canadá, países que durante 130 años evolucionaron en forma muy pareja. Entre 1870 y el Centenario nuestra economía crecía al doble de la del mundo y atraía a los europeos. Pero desde 1940 retrocedimos al punto de estar muy por debajo de aquellos países, incluso de Brasil y México ( Dos siglos de economía argentina, 1810-2004 , Fundación Norte y Sur).
Nuestro gran crecimiento era protagonizado por el campo, con las técnicas de la época. Hacia 1890 producía 845.000 toneladas por año de granos y oleaginosas; y en 1905, diez veces más. Entre 1930-45 llegó a los 20 millones de toneladas, pero en la década del 50 bajó a menos de 10 millones. ¿Qué ocurrió? Las reglas habían cambiado. La revolución científico-tecnológica transformaba la economía mundial. Las industrias adoptaban conocimientos y generaban innovaciones. Pero nosotros no supimos hacerlo. Lo decía nuestro premio Nobel Bernardo Houssay (1959): "La investigación científica no es entre nosotros una actividad como en los países adelantados; los métodos de producción agrícola no son modernos y por eso los rendimientos son mediocres; en un tiempo exportábamos carne y cereales; ahora exportamos científicos y esto nos empobrece".
Un reciente estudio del BID (M. Langyel-G. Bottino, 2009) lo ratifica: "La industria manufacturera argentina ha exhibido tradicionalmente una capacidad de innovación muy baja. Hay un retraso importante en inversiones de investigación y desarrollo (I+D) no sólo en relación con los países desarrollados, sino con otros de ingresos medios".
El estudio rescata dos excepciones: la industria de la maquinaria agrícola y la de agro-biotecnología. En esta página me referí a la primera (8/2/10), que transformó Las Parejas (Santa Fe) en la ciudad más industrializada del país en relación con el número de habitantes. Aquella antigua industria, criticada por su baja competitividad, supo responder a las exigencias del campo cuando adoptó la siembra directa y la agricultura de precisión. Tras un proceso de innovación tecnológica apuntaló, desde los años 90, el salto que llevó la producción de granos a 95 millones de toneladas y la superficie cultivada, a 30 millones de hectáreas.
Con tecnología nacional, la Argentina pasó a ser líder mundial en siembra directa con el mayor rendimiento promedio de soja de primera y el menor costo para producirla. Nuestra maquinaria interesó al mundo: en 2002 sólo 20 empresas exportaban 10 millones de dólares; hoy más de 100 venden por 250 millones (+2400%) y estiman para 2015 exportar 400 millones de dólares. Somos los únicos fabricantes de maquinaria para siembra directa y producimos tolvas y embutidoras extractoras de altísima calidad.
Otro hecho innovador del campo fue cuando adoptó la primera semilla transgénica resistente al glifosato, casi simultáneamente a su lanzamiento en Estados Unidos (1995). Ello nos transformó en tercer productor mundial de soja y primer exportador de aceites y harinas de esta oleaginosa. El campo comenzó a demandar semillas para distintas condiciones (clima, plagas, etcétera) y ello impactó en nuestra industria agro-biotecnológica, como destaca el estudio del BID.
Efectivamente, empresas semilleras argentinas invirtieron en I+D hasta casi el 1% de sus ventas, más de 3 veces el valor promedio de toda la actividad industrial y el doble de la de maquinaria agrícola; su personal en I+D superaba el 14% del total empleado, frente al 2% del resto de la industria (2007). Las exportaciones de semillas para siembra casi se cuadruplicaron (2001-07). En Rosario, centro histórico de la producción agrícola, hay actores principales de la biotecnología en el agro. Visité el Instituto de Agro-biotecnología Rosario (Indear SA), de Bioceres SA, creado por 23 accionistas (2001) -en su mayoría hombres de campo- que compartían un sueño: que la Argentina participara en la revolución de las biociencias para dar competitividad al agro. Ellos veían el divorcio entre nuestra ciencia y las semilleras. Así decidieron investigar, producir y comercializar innovaciones.
El Conicet firmó un convenio por el que sus científicos se desempeñan en la empresa Indear, que les mejora sueldos y les da los medios para estudiar. El número de investigadores en empresas marca el desarrollo de un país: en la Argentina, sólo el 8,3% de sus científicos trabaja en empresas; en Brasil, el 25,3%; en Canadá, el 60,4%, y en Estados Unidos, el 70% (Ricyt 2010). El Indear tendrá pronto 60 investigadores en el moderno laboratorio que construyó en un predio del Conicet.
Por sus proyectos e hitos, cada título accionario de Bioceres, que inicialmente valía 600 dólares, se cotiza a 60.000 dólares, cien veces más. Más de 220 accionistas ya invirtieron varios millones de dólares en I+D para mejorar el rendimiento de los cultivos, obtener semillas resistentes a sequías o salinidad y luchar contra enfermedades, como el mal de Río Cuarto en el maíz. Con la canadiense Sembiosys Genetics Inc., el Indear logró una enzima -la quimosina- que coagula la leche para producir queso. El 80% de la quimosina la importamos y el mercado mundial supera los 100 millones de dólares al año.
Por las innovaciones se obtuvieron tres patentes en los Estados Unidos, una en la India, una en Australia y 21 en trámite. Los trabajos se hacen en red: el campo comunica sus necesidades a los científicos, que buscan solucionarlas con financiamiento del Indear.
Si nuestra industria despertara al conocimiento -como quería Houssay- la Argentina volvería al liderazgo perdido, cuando la sola exportación de alimentos bastaba. Hoy la inversión en I+D es razón del desarrollo: la Argentina invierte muy poco (0,52% del PBI) y sólo el 26,5% del total lo aporta la industria; Brasil lidera la región (1,09% del PBI) pues su industria invierte el 43,9%; en los Estados Unidos, líder mundial (2,77% del PBI), las industrias aportan el 69 por ciento.
© La Nacion
El autor es director ejecutivo ?de la Fundación Sales
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