lunes, 10 de noviembre de 2008

Con el triunfo de Obama, la esperanza colectiva se renueva.

La historia suele ser puntillosa con las fechas, sean festivas u ominosas. Entre las festivas, la caída del Muro de Berlín, desde la noche del 9 de noviembre de 1989 hasta la mañana del día siguiente, pudo haber sido la principal de los años recientes; entre las ominosas, la voladura de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, así como otros atentados terroristas posteriores, pudo haber sido, también, la principal de los últimos tiempos. Esas fechas echaron un cerrojo a una era y, para mejor o para peor, inauguraron nuevas etapas.

En ese caso, el 4 de noviembre de 2008 será recordado como el punto de inflexión más formidable de las efemérides contemporáneas por el trascendental resultado de las elecciones de los Estados Unidos. La victoria de Barack Obama, más allá del color de su piel, su origen humilde y las connotaciones que ambos factores tienen en un pueblo tardío en consagrar los derechos civiles, representa un giro radical difícil de apreciar en su real magnitud mientras perdura la lógica y merecida euforia, tanto en ese país como en el resto del planeta. Un indicio de ello es que no hubo gobierno ni ciudadano, más allá del origen y de la ideología, que permanecieran indiferentes a este fenómeno.

Porque de eso se trata: de un fenómeno, más que todo político, en un momento crucial en el cual el planeta entero se muestra ávido de liderazgo frente a una crisis económica y financiera global, con sus insoslayables consecuencias sociales, que ha echado por tierra recetas antes efectivas y ahora perimidas. Con Obama como presidente electo de los Estados Unidos, mientras transcurre el período de transición con el gobierno de George W. Bush hasta el 20 de enero próximo, dos guerras inconclusas (una en Irak, la otra en Afganistán) y un tendal de deudores hipotecarios de la clase media norteamericana esperan soluciones. Lo mismo sucede en exterior, con gobiernos que demandan una guía para salir del atolladero.

Los mercados, impiadosos, hicieron hasta ahora caso omiso del mensaje político. Por lo pronto, la mera figura de Obama ya hizo más por recuperar el prestigio norteamericano, perdido en estos ocho años, que toda la diplomacia pública puesta al servicio de esa causa. Quedó claro en el formidable discurso que pronunció el día de la victoria que, además de ser un orador excepcional y una figura carismática, el presidente electo no improvisa con su consigna de cambio ni con su intención de inaugurar una nueva etapa. El júbilo no se desató sólo por su elocuencia, sino también por sus propuestas.

"Sí, podemos", su eslogan de campaña, significa eso, precisamente: que los Estados Unidos cierran aquello que algunos llegaron a tildar de guerra civil y están dispuestos a recuperar algo más que el tiempo perdido. Están dispuestos a recuperar la dignidad frente a un planeta que, amigo o adversario según las circunstancias, ha demostrado en estas últimas semanas de agobio económico que depende de él para restañar las heridas, alzar la frente y seguir adelante.

Ningún líder ha podido capear el temporal. Tampoco sería capaz Obama o cualquier otro presidente norteamericano si actúa en forma unilateral. Eso es, justamente, lo que prometió no hacer y, de ahí, la expectativa que despierta tanto en su país como en el exterior. Todo esto sucede en vísperas de la cumbre económica internacional que Bush convocó para el 15 de este mes en Washington. De ella quizá no surja un nuevo norte, pero, gracias a este renovado ánimo, es posible que las definiciones sean menos grises que las previstas.

Obama tiene un enorme capital político, pero hereda un brutal déficit económico. La mera aplicación del plan de rescate de los bancos en apuros, del orden de los 700.000 millones de dólares, implica un desafío colosal frente a otros gastos también cuantiosos, como las guerras en curso, que no pueden dejar de ser contemplados.

Hasta ahora, Obama es un símbolo de la capacidad de reacción de un pueblo lastimado y, a su vez, un reflejo de la necesidad de ese pueblo diverso, y respetuoso de sus instituciones, de reinventarse a sí mismo. La altura con la cual el candidato republicano, John McCain, y el mismo Bush aceptaron el resultado y se pusieron de inmediato a disposición del ganador infiere una cultura democrática envidiable que honra el sistema republicano. Ha sido un mensaje al mundo. "Sí, podemos", entonces, cobra el valor de la esperanza colectiva y, por qué no, individual. Ese mensaje entraña superación, entusiasmo y, sobre todo, fe en la recuperación.
Editorial IILa coronación de un sueño
lanacion.com | Opinión | Domingo 9 de noviembre de 2008

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