lunes, 14 de julio de 2008

El sistema impositivo argentino es anómalo cuando se lo compara con el de los países que progresan.

Lo que en verdad se juega en el llamado "conflicto del campo" es nada menos que la posibilidad de lograr una organización política, económica y social genuinamente federal, que se nos ofrece hoy más plenamente que en ningún otro momento de nuestros casi dos siglos de historia independiente.

Oculta bajo las discusiones sobre las retenciones móviles, la redistribución o la "sojización", la dimensión federal más profunda ha aparecido desde marzo en destellos intermitentes. Así, se hizo ver en el vasto alcance geográfico y social de las movilizaciones que se produjeron en más de la mitad de las provincias argentinas, quedando fuera sólo las de la Patagonia y algunas de Cuyo y del Noroeste; en el inédito protagonismo de los intendentes, que desafiaron el sistema de prebendas que buscaba cooptarlos desde el poder central y marcharon hacia Buenos Aires, y en el debate y en la votación de la Cámara de Diputados, en el que muchos legisladores privilegiaron la lealtad hacia sus votantes por sobre verticalismos o mandatos partidarios.

El conflicto es multifacético, y por ello hay que lamentar que el debate haya sido hasta ahora algo limitado. Pese a su obviedad, hay que celebrar que el Congreso recupere su facultad constitucional de legislar impuestos, cualquiera sea su nombre. Queda por dirimir, en cambio, la cuestión de la naturaleza confiscatoria de los gravámenes a la producción de granos, sobre la que no debería dudarse en momentos en que entre retenciones e impuesto a las ganancias, oscilan entre el 60 y el 80% de estas últimas.

Todo esto ocurre en momentos en que, como hemos insistido desde estas columnas, el mundo le ofrece a América del Sur una oportunidad inédita. El contraste con nuestros vecinos de Brasil y de Uruguay no puede mencionarse, sino con gran tristeza.

El presidente Lula se presenta en la FAO ofreciendo su país como artífice principal de la resolución del drama alimentario que hoy asola a cientos de millones de personas y lanza un programa multimillonario de apoyo a la agroindustria, al ratificar así la opción ejercida por Brasil hace un par de décadas, que le permitirá este año exportar aproximadamente 18.000 millones de dólares de carne vacuna, porcina y aviar, más de diez veces que nosotros, pese a haber partido desde más abajo. Uruguay también superará o igualará la exportación argentina de carne vacuna, y se plantea con su sereno orgullo reemplazar a Nueva Zelanda en el abastecimiento de los mercados lácteos que dicho país dejará por sus crecientes compromisos con China.

No son sólo estos números macro los que la Argentina está dejando pasar. Es la posibilidad real, tangible, de que provincias, que reúnen no menos de dos tercios de su territorio y de su población, se desarrollen para dejar atrás la pobreza y la dependencia del poder central.

Como destacaron correctamente varios diputados de la oposición, el sistema impositivo argentino es anómalo cuando se lo compara con el de los países que progresan, por la altísima participación de impuestos que castigan la producción, tales como las retenciones, el impuesto al cheque o el de ingresos brutos en cascada, que suman cerca del 6% del PBI, unos 60.000 millones de pesos. Esta exacción agrede especialmente al interior y a los millones de personas que allí viven y que "quieren ser de clase media", como ha dicho Elisa Carrió. Lo es por muchas vías. Por un lado, porque reduce la producción y las exportaciones, en magnitudes que a precios medios 2006-2008, serían de 16.000 y 10.000 millones de dólares anuales, y mucho mayores a precios de hoy.

No hay ninguna alternativa realista para compensar esta tremenda pérdida de valor. Por otro lado, la casi totalidad de estos malos impuestos van a parar al tesoro nacional, cuya participación en la renta fiscal se encuentra hoy en máximos históricos. Se fomenta así un hegemonía político que, sin embargo, puede encontrar sus límites como acaba de probarse.

Pero, además, se impide a las provincias cumplir cabalmente las funciones que les asignan la Constitución y las leyes, muy especialmente en salud y en educación. Nadie sabe si los precios internacionales favorables durarán mucho tiempo, pero lo más probables es que en el primer cuarto del siglo XXI ellos sean más altos que en el último cuarto del siglo pasado. Ante tal realidad, la principal obligación es prepararse adecuadamente para cuando pase la bonanza. Y el mejor modo de hacerlo es aumentando cantidad y calidad de la inversión en infraestructuras y, sobre todo, en capital humano.

Más allá de un modesto aumento de la inversión pública y de los merecimientos de la ley de financiamiento educativo, la concentración centralista de la renta dificulta mucho este objetivo, porque toda la educación básica y buena parte de la salud están en manos de las provincias.
Federalismo genuino, el verdadero debate

Por Juan J. Llach

lanacion.com | Opinión | Lunes 14 de julio de 2008

No hay comentarios: