martes, 20 de noviembre de 2007

Puede servir tanto de salvavidas como de látigo, cuando hay que domesticar a los díscolos.

En un país acostumbrado a los desequilibrios y al quebranto de las reglas, el poder que la gran mayoría de los gobernadores han ganado en los últimos tiempos con el fin de manejar a su antojo los presupuestos provinciales no debería ser interpretado como una rareza. Sobre todo, si se mira en el espejo de la Nación, donde el Poder Ejecutivo consiguió arrancarle a un Congreso dócil la facultad permanente para modificar el presupuesto sin control parlamentario.

Los superpoderes eran un mecanismo de excepción, concebido para hacer frente a momentos de crisis. Pero en 2006 se transformó en una poderosa herramienta de uso cotidiano. Con ella se puede hacer más expeditivo el proceso de reasignación de partidas durante una emergencia, pero también más arbitrario su uso. Puede servir tanto de salvavidas como de látigo, cuando hay que domesticar a los díscolos.

Partidas presupuestarias previstas para un fin determinado pueden desaparecer con un solo acto administrativo y transformarse, en ese mismo momento, en recursos disponibles para fines completamente diferentes.

En tiempos electorales, ese poder bien puede transformarse en una poderosa herramienta de seducción.

El otorgamiento de poderes especiales a los gobernantes para disponer en forma discrecional de los fondos públicos es un peligroso retroceso para el equilibrio de poderes, que debilita los cimientos mismos de las instituciones.

Los presupuestos nacional y provinciales son leyes que ordenan el funcionamiento del Estado, y su discusión legislativa no sólo contribuye al equilibrio en la asignación de partidas, sino también a llevar a la práctica el necesario control ciudadano sobre los fondos públicos.

Los límites se desdibujan cuando se rompe el equilibrio que debe existir entre los poderes del Estado. Por eso, los pasos dados en la mayoría de las provincias en favor de los gobernadores no hacen más que contribuir al lento desgaste de los cimientos institucionales.

Fuente: La Nación.

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