A los 29 años de edad, Walter, programador de computadoras en Silicon Valley, California, desarrolló una lesión por tensión repetitiva que le ocasionaba mucho dolor en las manos cuando usaba el teclado. La lesión no desapareció con el descanso y el dolor empeoró; se extendió a sus hombros, el cuello y la espalda.
Incapaz de trabajar, levantar, cargar o apretar cualquier cosa sin soportar días de ese dolor paralizante, Walter ya no podía conducir, abrir un frasco o siquiera firmar. "A los 29, ya estaba en la lista de discapacitados del Seguro Social, recluido en casa, mientras mi vida, al parecer, había terminado", recuerda Walter en el libro Vivir con dolor crónico (Hatherleigh Press, 2004), escrito por la doctora Jennifer Schneider. Hoy, con depresión grave, se pregunta si vale la pena vivir así.
Pero, aun a pesar de su limitada movilidad y de las líneas fruncidas en su rostro por el dolor, ver a Walter es ver a un hombre joven y saludable. Es difícil notar que él o cualquier otra persona agobiada por el dolor crónico sufren tanto como dicen.
El dolor es un síntoma invisible y subjetivo. El cuerpo de una persona que padece dolor crónico -alguien con fibromialgia, por ejemplo, o dolor de espalda- suele estar intacto. No existen pruebas objetivas para detectar este dolor o medir su intensidad. Sencillamente, hay que creer en la palabra de la persona.
Casi el 10% de la población padece dolor moderado a grave y crónico, en tanto la incidencia va en aumento a medida que envejecemos. Es muy poco frecuente el alivio por completo de este tipo de dolor, incluso con el mejor tratamiento. Médicos y pacientes por igual, a menudo se muestran reacios a usar fármacos como los opiáceos, que pueden aliviar tanto el dolor agudo como el crónico y evitar la aparición del síndrome de dolor crónico.
Lo padece casi el 10% de la población
Puede aparecer por una lesión, una enfermedad o la alteración del sistema nervioso

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