Por más convincentes y razonables que resulten los argumentos esgrimidos, tal debate no debería reducirse a un plano meramente teórico.
En algunos círculos políticos, la discusión parece alimentarse por el resultado electoral del 28 de junio y una mayor dispersión del poder, que llevaría a la necesidad de celebrar acuerdos en el Congreso: la propuesta de un Consejo Económico y Social y la convocatoria presidencial al diálogo político aparecen así, para algunos, como síntomas de un nuevo modelo que contrasta con la concentración del poder. Se trata de una "sensación" que, en todo caso, es muy bienvenida, pero el diálogo y el debate democráticos de ningún modo justifican el cambio del modelo constitucional.
Es que en la Argentina, las situaciones coyunturales o, en su caso, de mediano plazo, suelen ser terreno fértil para tales ensayos; al punto tal que un ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en fecha relativamente reciente y en forma pública, ha sugerido tanto la conveniencia de girar hacia el parlamentarismo, como también de adoptar un Tribunal Constitucional.
Durante la presidencia del Dr. Raúl Alfonsín, tales deliberaciones se daban cita en el denominado Consejo para la Consolidación de la Democracia, cuyos dictámenes constituirían la base teórica de la última reforma constitucional ocurrida hace casi quince años. Las hipótesis de laboratorio iban desde el semipresidencialismo francés, mitigando después hacia el modelo portugués para recaer finalmente en el modelo de la Constitución peruana de 1979. A pesar de tantos estudios comparados, el texto de 1994 se conformaría con un umbral más bajo: un jefe de Gabinete que no sería ni jefe de Gobierno ni jefe de la Administración, pero podría servir de "fusible" frente a las crisis políticas.
Hemos tenido jefes de Gabinete fuertes, como lo fueron Eduardo Bauzá en los primeros tiempos de Menem y Chrystian Colombo durante la presidencia de De la Rua; pero en general han tenido bajo perfil, colaborando sin hacer sombra a nuestros presidentes, cuando en realidad es de la esencia de un primer ministro "ser" la sombra del presidente.
El coordinador del Consejo era Carlos Santiago Nino, un filósofo del derecho de gran reconocimiento internacional, especialmente en las universidades de Oxford y de Yale, quien participaba de largas conversaciones con el Presidente, avizorando un escenario plausible: un acuerdo entre los sectores pertenecientes a la "junta coordinadora" radical y el "peronismo renovador" que afirmara la democracia deliberativa. Nino pensaba que, si después de la derrota en las segundas elecciones legislativas de 1987, Alfonsín hubiera podido designar a Antonio Cafiero como primer ministro de un gabinete de coalición, hubiera evitado el desgaste padecido hasta finalizar su mandato.
Pero ya se sabe que en esta parte del mundo, bien al sur del continente, la realidad suele superar a la imaginación. En 1987, Carlos Menem se impuso en las elecciones internas del Partido Justicialista y, al día siguiente, el país amaneció empapelado con su imagen de grandes patillas y el torso cruzado con la banda presidencial. Y si una imagen vale más que mil palabras, renacía así una tradición presidencialista que se remontaba a Rivadavia, Rosas, Urquiza, Mitre, Roca, Yrigoyen y Perón.
Otro hito relevante fue la crisis de 2001, cuando el presidente De la Rúa pudo recurrir a la Constitución reformada nombrando un jefe de Gabinete opositor. Sin embargo, el Dr. Duhalde fue designado por el Congreso para concluir el mandato bajo el mecanismo de acefalía previsto en el artículo 88 de la Constitución histórica. Mientras resonaba el ruido de las cacerolas al grito de "que se vayan todos", de la crisis se salía con "la vieja política" y las elecciones presidenciales de 2003 mostraban alta participación.
En las entrañas de nuestra historia se esconde la tradición caudillista que Max Weber llamó "dominación carismática". La sanción de la Constitución de 1853 fue un freno y un límite más que la exacerbación de esa tendencia. Alberdi recomendaba darle todo el poder al presidente, pero a través de una Constitución. La limitación más fuerte a ese "monarca constitucional" era la imposibilidad de reelección sucesiva que nos prevenía de la llamada crisis del segundo mandato.
Nuestro presidencialismo surgió junto al federalismo diseñado en la Constitución para superar las sangrientas disputas del siglo XIX. El pacto convencional originario presupone que, junto al principio de la soberanía del pueblo, existen también derechos originarios de las provincias provenientes de pactos preexistentes, conservando los poderes que no delegaron expresamente en el gobierno federal.
En cambio, el origen histórico de los sistemas parlamentarios se encuentra más bien en las luchas históricas del Parlamento frente a la Corona, y de las sucesivas concesiones de los monarcas, existiendo una mayor conexión y coordinación entre Parlamento y gobierno que en los sistemas presidencialistas. Allí el gobierno se forma por acuerdos en el legislativo y por eso requiere de partidos muy orgánicos con una férrea disciplina partidaria; en cambio entre nosotros, la legitimidad del ejecutivo surge directamente de la elección popular.
Por otra parte, la experiencia de haber adoptado algunos instrumentos de los sistemas parlamentarios no resultó muy exitosa, como lo demuestra el caso de los "decretos de necesidad y urgencia" y de la "delegación legislativa", que en lugar de contribuir a mitigar el "hiperpresidencialismo" lo agravaron, al trasladar competencias legislativas hacia el Poder Ejecutivo. Si queremos "parlamentarizar" el sistema convendría comenzar por el simple argumento de devolverle su protagonismo al Congreso, como lo alcanza cuando allí se discuten los grandes temas nacionales.
Presidente o primer ministro
Alberto Dalla Vía
lanacion.com | Opinión | Mi?oles 26 de agosto de 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario