martes, 23 de junio de 2009

Una reconversión industrial y cultural parece un desafío imposible,pero es necesario si queremos salvar al planeta Tierra.

Si la crisis ambiental es el sustrato de la crisis mundial, entonces la solución no podría consistir en subvencionar las industrias cuyos procesos y productos han agravado las condiciones ambientales, de tal modo que condujeron al actual desequilibrio climático. La reactivación de la economía no debería basarse en la estimulación de las mismas condiciones que condujeron a la crisis. Es el propio sistema de producción y consumo el que debe ser reformulado, cambiando no sólo los procesos de fabricación, sino también lo que se produce.

Los productos de la industria responden a necesidades prácticas, pero también, y en una proporción incluso mayor, a demandas culturales. Lo describe bien el filósofo francés Gilles Lipovetsky en lo que llama el "sistema moda": un modelo de producción y consumo en el que la obsolescencia anticipada está ya programada desde el nacimiento de un producto, alentando una continua renovación forzada. Son precisamente estos principios los que deben ser revisados. Porque, aunque aceleran la actividad industrial, llenando de optimismo a la sociedad, sus productos son en buena medida inútiles, el emergente de un descarte forzado que obliga al sistema a requerir más y más recursos naturales y a producir cantidades nunca antes vistas de residuos y emanaciones.

Y aunque la sociedad prefiere mirar hacia otro lado, el estrés sobre el medio ambiente es crítico. Todos los años se produce el llamado Pacific Trash Vortex , dos gigantescas concentraciones de los residuos plásticos del Océano Pacifico producidas por las corrientes marinas, que tienen 10 metros de espesor y, la mayor, un diámetro de 2500 kilómetros. La menor, que comenzó a formarse en los años 50, contiene 100 millones de toneladas de basura plástica.

Deberá repensarse también el ideal de la vivienda suburbana como modelo de vida, en tanto exige el uso masivo del automóvil, voraz devorador de energía y emisor de gases nocivos cuando se compara con el transporte público. Todas estas cuestiones, que pueden suponerse independientes, son la expresión de estilos de vida hondamente arraigados en los ideales colectivos de felicidad que construyó la sociedad de consumo en el siglo XX. Reorientar la economía requiere, por lo tanto, reformular sustancialmente los ritos de consumo, tanto como exige modificar radicalmente el aparato productivo de la industria. Si el nuevo paradigma de maximización de la sustentabilidad logra imponerse al viejo paradigma de maximización de la productividad, hay esperanzas.

Se hace necesaria una verdadera reconversión industrial que reformule los términos de la producción, pero eso no podrá hacerse sin una simétrica reformulación de los términos de la demanda, una verdadera reconversión cultural. La escala necesaria de tal reconversión es gigantesca, pero no imposible. Hay antecedentes.

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, las monumentales líneas de producción industrial de los países en guerra se volvieron innecesarias. Enormes instalaciones dejaron de tener sentido y debió encontrárseles nuevo destino. Lo mismo sucedió con millones de empleos y habilidades. Muchos nuevos materiales vinieron a engrosar una emergente industria para equipar el hogar, alimentando una nueva revolución industrial que hizo ingresar la automatización y los plásticos en la vida diaria.

Esa reconversión industrial produjo una simultánea reconversión cultural. Nuevos hábitos de vida, cambios en la estructura familiar y el hogar que aceleraron notablemente su ritmo. Diseñadores como los famosos Charles y Ray Eames introdujeron en los hogares de Estados Unidos tecnologías perfeccionadas durante la guerra, como la madera laminada, la fibra de vidrio, los plásticos inyectados y el popular nylon.

La crisis económica actual exige una reconversión industrial quizá incluso mayor: rediseñar los productos que fabricamos para alargar su vida útil y disminuir, por lo tanto, los residuos que producimos.

Los productos desechables estarían gravados por altos impuestos, cargando sobre su precio de venta el costo de su reciclaje. Un sistema productivo que encontraría virtud en la conservación y la durabilidad de las cosas, así como antes se la había encontrado en su constante renovación. Todo un nuevo sistema social de valores estéticos reconocería el valor del roce y los indicios de la durabilidad, no como un rasgo de pobreza, sino de distinción.

Si tal reconversión cultural lograra imponerse, la renovación frecuente de la vestimenta, los utensilios domésticos e incluso de las máquinas, como los automóviles, serían vistos como signos de mal gusto y displicencia con el medio ambiente (debemos recordar que, actualmente, los aviones son diseñados para una vida útil de treinta años, mientras que los autos, en tanto bienes de consumo, sólo para seis).
La dignidad de lo durable

Fernando Diez

lanacion.com | Opinión | Lunes 22 de junio de 2009

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