lunes, 23 de marzo de 2009

De todas las profesiones, tal vez ninguna tenga la importancia y la trascendencia de la docencia.

Resulta difícil, casi imposible en nuestros días, hacer que todos tomemos conciencia de la importancia absolutamente fundamental que tiene la educación. La inmensa mayoría, mecánicamente, como si fuera una cartilla de colegio o un catecismo, de la boca para fuera, repite las loas habituales. Pero los actos concretos demuestran una olímpica indiferencia. Un sistemático olvido, un desprecio cotidiano hacia la tarea educativa y hacia los protagonistas de la tarea. Podríamos resumir, con rigor, que la sociedad argentina actual ha abandonado a su suerte a la escuela. Asistimos a una institución boyante, como si fuera remanente de naufragio. En términos jurídicos, por momentos, la escuela y su tarea parecen al resto de la sociedad un bien mostrenco. Es decir, objeto sin dueño del que puede apropiarse cualquiera. Y así andamos.

La manifestación más acabada de la ola neofascista que la Argentina de nuestro inmediato pasado padeció hasta el delirio fue la sistemática política de intentar destruir a Sarmiento. Se lo acusó de todo lo malo y, en una inmensa ola de contracultura, se lo llegó a calificar de traidor. Esto tiene, sin embargo, su lógica. El totalitario, como un Frégoli perpetuo, puede disfrazarse de cualquier cosa, pero tiene el alma cautiva. Como no se pertenece a sí mismo, necesita patrones, capataces, estancieros, a la manera antigua, que le digan lo que tiene que creer y aplaudir. Desde luego, lo que tiene que votar.

El prototipo histórico argentino de ese dueño de ganado y de voluntades es Juan Manuel de Rosas. Sarmiento fue la contracara del Restaurador y el odio inextinguible que le tienen, un reflejo. El sanjuanino les disolvió el paraíso ideológico. Trabajó siempre para que el hombre del montón, el cualquiera, dejara de serlo. Pero su muerte sacramental no fue violenta. Tuvo lugar en los bancos escolares de todos, donde todos, gracias al alfabeto, se volvían lentamente ciudadanos. Esto quiso y quiere decir: transformarse en dueños de sí mismos y en protagonistas de sus propias vidas.

La dimensión de Sarmiento, que es enorme, está basada en que entendió lo que la inmensa mayoría de sus contemporáneos no entendían. No se trataba entonces ni se trata hoy de educar a una capa de talentos exquisitos, a un grupo de individuos poseídos por condiciones sociales o intelectuales especiales. Se trataba, y se trata, de educar a todos. No por razones evangélicas de generosidad o altruismo, sino por una necesidad imperiosa.

La clave del nivel cultural de un país no está en sus academias o en sus universidades, aunque tengan mucho que ver con él: está en la calle. En sus esquinas, en sus veredas, en sus avenidas. Isidoro Ruiz Moreno suele decir que la línea intelectual de los profesores universitarios de Londres, de Oslo, de Berlín, de Bruselas, de Buenos Aires pueden y suelen ser similares. Lo que no es similar son sus aceras y la gente que camina sobre ellas.

Guillermo Jaim Etcheverry tituló uno de sus libros La tragedia educativa. Horacio Sanguinetti, otro suyo La educación argentina, en un laberinto . Estos títulos resumen y grafican, con exactitud de relojería, lo que nos aqueja a los argentinos. El combate no es pedagógico, en el sentido escolar del término: es político. Los que aspiran a perpetuar el país como un territorio de ganado predispuesto a ser arreado están en puestos claves del gobierno actual. Quieren seguir siendo capataces perpetuos. Tal vez el rencor que manifiestan contra el campo radique en que no encuentran en esos ámbitos rurales peonada suficiente. De eso se trata: de resistir el brete y el corral para seguir siendo República. Tenemos que aprender a enseñarles esto a los que mandan.

Cuando la política tercia en la escuelaAprender a enseñar

René Balestra

lanacion.com | Opinión | Lunes 23 de marzo de 2009

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