Quienes se desvelan por la salud de las instituciones insisten en algunos principios que lucen a veces como lugares comunes, latiguillos vacíos de sentido práctico. La defensa de la autonomía del Banco Central es uno de ellos. Sin embargo, cuando arrecian las crisis se establece, con formidable evidencia, un puente entre esas arquitecturas, en apariencia abstractas, y el bienestar más elemental de la ciudadanía.
La inquietud que provoca en el público argentino la crisis económica internacional se ha vuelto a manifestar de un modo muy conocido en el país: la fuga de los ahorristas desde el peso hacia el dólar. La moneda nacional no ha conseguido establecerse entre nosotros como reserva de valor.
La principal razón de esa carencia es que el Banco Central ha renunciado a la autonomía a la que lo obliga la ley para someterse a los imperativos del poder político. La idea de que la autoridad monetaria debe ponerse a resguardo de la voluntad de los gobiernos se sostiene en la premisa de que existen variables muy delicadas de la vida económica que deben sustraerse a cualquier impulso demagógico.
Desde que llegó al poder, Néstor Kirchner se propuso administrar dispositivos monetarios y cambiarios a los que, por ley, no debería tener acceso. A los pocos días de ocupar la Presidencia mantuvo una polémica con el entonces presidente del Banco Central, Alfonso Prat-Gay, quien advirtió que la pretensión de fijar el valor del dólar desde la Casa Rosada era "un enorme disparate". Prat-Gay renunció a continuar por otro período en el cargo.
Es un secreto a voces entre economistas y banqueros que desde entonces, sea en su calidad de primer mandatario o en la de esposo de la Presidenta, es el doctor Kirchner quien establece en la Argentina la paridad entre el peso y el dólar, y el nivel de la tasa de interés.
Los parámetros que le han servido de guía en esa tarea estuvieron relacionados con algunos objetivos políticos. El principal, estimular la demanda para que la actividad económica se mantenga en niveles muy elevados, aunque sean artificiales. El Banco Central debió allanarse a una política de tasa de interés real negativa, es decir, a mantener la remuneración de los ahorros deliberadamente baja respecto del nivel de la inflación. Una invitación para que los tenedores de pesos se desprendan de ellos con tal de evitar que se desvaloricen con la suba de precios. Esa estrategia condujo a la degradación de la moneda; es decir, fue en sentido contrario del principal cometido que la Carta Orgánica del Banco Central les fija a sus autoridades.
Otro objetivo de las instrucciones que se le impartieron a la autoridad monetaria desde Olivos fue mantener el dólar en un precio nominal alto para justificar de ese modo el cobro de retenciones a las exportaciones. A la vez, gracias a que ese impuesto al comercio exterior no se coparticipa, el poder central pudo establecer un dominio fiscal (y, por lo tanto, político) sobre los gobiernos de provincias. La estrategia cambiaria de la Argentina, que los funcionarios definen con el eufemismo de "flotación administrada", estuvo subordinada así a una pretensión de dominación política del Poder Ejecutivo.
Si quienes están al frente del Banco Central hubieran defendido su autonomía, el tipo de cambio hubiera sido otro, la tasa de interés hubiera sido diferente y, sobre todo, la inflación no habría alcanzado los altísimos niveles que registró, en desmedro de los ingresos de los que menos tienen.
La tormenta mundial viene a poner en evidencia estos errores, ya que, a diferencia de sus colegas de la mayoría de los países del planeta, las autoridades argentinas deben enfrentarla con las manos atadas.
El Banco Central argentino no puede dejar flotar la paridad cambiaria como lo hacen, por ejemplo, el de Brasil o el de Chile. Esa incapacidad nace del temor a que la desvalorización de la moneda desencadene la clásica corrida de los poseedores de pesos. Al operar de ese modo, el Central no sólo deteriora el nivel de reservas. También da a entender que prefiere resguardar la estabilidad del dólar antes que la del peso, lo que manifiesta un llamativo desdén por el valor del signo monetario nacional.
Las consecuencias son graves y concretas. Cuando las autoridades de los países vecinos dejan que el mercado fije el valor de la divisa, contribuyen a mantener el nivel de actividad de la economía. Es decir, protegen las fuentes de trabajo de sus compatriotas, amenazadas por el ciclo recesivo que se avecina.
En cambio, cuando la política monetaria y cambiaria no está inspirada en sanos principios económicos y sociales sino que cede a la presión de políticas de corto plazo, comienza a reinar la desconfianza y el deterioro social está asegurado.
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