Cabe preguntarse, entonces, más allá de los discursos efectistas y pseudoprogresistas de los Kirchner, en qué medida el Gobierno (éste y el anterior, de igual identidad y política) redistribuyó la riqueza. Se supone que, después de cinco años de bonanza, esa intención, tantas veces declamada, debería verse, sobre todo, entre los sectores más postergados de la sociedad. En ellos se repara, desde el atril de la Casa Rosada, cada vez que se aplican medidas autoritarias con supuesta sensibilidad social, como el frustrado aumento de las retenciones agropecuarias o, ahora, la nacionalización de los fondos de jubilaciones y pensiones.
Si la única verdad es la realidad, como decía el fundador del partido de los Kirchner, la realidad no se lleva bien con la verdad en estos días. Al menos, con la verdad oficial. Basta detenerse en una esquina de Buenos Aires para comprobar que la pobreza, expresada en los cartoneros y otras personas que realizan actividades informales, incluso con menores de edad, no ha disminuido y, en algún caso, hasta se ha instalado, lamentablemente, como parte de la geografía urbana.
En otros casos, como la provincia de Buenos Aires, la realidad tampoco se lleva bien con la verdad oficial: aquella sensación de inseguridad de la que se ufanan este gobierno y el anterior no es una mera percepción. Esto no quiere decir que la pobreza sea la causa principal del delito ni mucho menos, pero, convengamos, contribuye a su aumento.
El Gobierno, por medio del poco creíble Indec, que manipula mensualmente el secretario Moreno, señala que el 17,8 por ciento de la población está por debajo del nivel de la pobreza. Las mediciones privadas casi duplican ese porcentaje: lo ubican entre el 32 y el 32,5 por ciento. La cifra, del orden de los 11,5 millones de personas, es casi igual a la de 2001; eran entonces 11,8 millones. Entre un porcentaje y otro, hay cinco millones de personas que, a los ojos del Gobierno, no son pobres y, sin embargo, lo son. La negación de la verdad y de la realidad es, a veces, más irritante que la verdad y la realidad en sí mismas. Y eso es lo que sucede, precisamente, cuando un gobierno pretende engañar a la gente: irrita.
En medios privados se afirma que, desde el segundo semestre de 2006, más de dos millones de personas quedaron bajo el nivel de la pobreza. Esto indica que en la Argentina surgen entre 85.000 y 115.000 pobres por mes. La causa es la inflación, casualmente rebajada a la categoría de irrisoria en las pinturas de la Argentina imaginaria que el Indec traza cada mes para satisfacer a su principal consumidor: el Gobierno. En los últimos meses, más allá de la incidencia de la crisis financiera y económica internacional, también negada por la Presidenta, los salarios quedaron rezagados en la carrera contra el alza de precios, y la creación de puestos de trabajo y la demanda laboral se estancaron.
Estos factores, sumados a una particular falta de sensibilidad oficial por los sectores más rezagados, contribuyeron a ahondar la brecha en una sociedad que no se caracteriza por tener mayoría de personas empleadas bajo las generales de la ley. Es decir, con deducciones y aportes en blanco. Frente al descalabro de las poco confiables estadísticas del Indec, la cercanía del año electoral lleva a pensar a no pocos colaboradores gubernamentales que determinada verdad no debe ser la realidad, sino una verdad y una realidad figuradas para satisfacción de la Presidenta, su marido y el puñado de íntimos que toman decisiones en la Argentina real.
El aumento de la pobreza implica el aumento de la desigualdad. Indices lacerantes son frecuentes en América latina, pero no por ello deberían ser aceptados en la Argentina. La marginalidad tiende una muralla entre los favorecidos y los desfavorecidos de cualquier país. La pagarán con creces las próximas generaciones. Se juega con ellas cuando se manipulan estadísticas en beneficio de determinados intereses o de sectores que nada tienen que ver con los pobres. No es necesario que la Presidenta vaya al supermercado para advertir que la comida está más cara que en 2007, no más barata como quiere hacernos creer el secretario Moreno.
¿Cómo llega el Indec a esa conclusión? El índice de precios al consumidor no incluye los precios detallados de los alimentos más consumidos, sino puras generalidades (como carnes, aceites y verduras) que revelan, al final del recuento, formidables reducciones de precios.
Editorial IEl país imaginario de Moreno
El Indec no sólo miente con los índices de precios, sino también con algo que irrita aún más: el nivel de pobreza
lanacion.com | Opinión | Viernes 14 de noviembre de 2008

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