A escasas horas de haberse cumplido 25 años de la recuperación de la democracia, a partir de las históricas elecciones presidenciales que consagraron a Raúl Alfonsín presidente de los argentinos, es menester celebrar, pero también reflexionar profundamente sobre nuestras asignaturas pendientes.
Atrás, afortunadamente, han quedado los procesos autoritarios encabezados por militares que signaron más de medio siglo de historia argentina. Atrás quedaron las feroces antinomias políticas que dividieron a la sociedad y mucho más atrás la violencia guerrillera y el terrorismo de Estado.
Las instituciones, aun en forma imperfecta, están funcionando y, por primera vez, nuestro país lleva un cuarto de siglo eligiendo a sus autoridades por medio del sufragio universal, secreto y obligatorio.
Los días de elecciones ya no son, sin embargo, como aquel 30 de octubre de 1983, un día de fiesta para los argentinos. En parte, porque nos hemos acostumbrado a concurrir periódicamente a las urnas. Pero también porque, lamentablemente, sufrimos una crisis de representatividad que ha alejado a la ciudadanía de la vida partidaria y de su dirigencia política.
Se ha perdido el entusiasmo por la política, y la atracción que ésta provocaba en millones de jóvenes en los tiempos de la reapertura democrática ha pasado a ser una anécdota que la juventud de hoy apenas comprende con gran dificultad.
Sería injusto descargar la responsabilidad de esta situación en un solo gobierno. En mayor o menor medida, todos los gobernantes argentinos, desde 1983 hasta hoy, son responsables del actual desencanto social y de la inacción política que dificulta tanto la tan necesaria renovación de la dirigencia.
Pero no puede dejar de mencionarse como un factor clave en este proceso la búsqueda del poder, siempre asociado a la coerción, por encima de la búsqueda de autoridad, ligada al respeto.
Los últimos años no han sido precisamente pródigos en avances institucionales, pese a las numerosas promesas que, en ese sentido, hemos escuchado de boca de la actual presidenta de la Nación.
Y si algo faltaba para rebajar aún más la calidad institucional de la República, ello fue provisto por el evidente distanciamiento entre la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el vicepresidente Julio Cobos, quien, tras el desenlace del debate sobre las retenciones móviles en el Senado, fue objeto de severas críticas, descalificaciones y humillaciones, cuando no de temerarias sugerencias para que renunciara a su cargo.
Cuando permanentemente desde el poder político se aspira a controlar los tres poderes de la República; cuando se trata de condicionar a los jueces, o cuando se percibe al Congreso como un mero obstáculo en la tarea administrativa, se está ensuciando la política y la búsqueda del bien común cede frente el afán por el bien personal del gobernante.
Tenemos un notorio déficit de calidad institucional, que se vincula con la vigencia de la llamada "vieja política", un mal que se aprecia tanto en los protagonistas de nuestra vida pública como en los procedimientos para ejercer el poder.
Lo advertimos un año atrás, en las últimas elecciones presidenciales, cuando se denunciaron innumerables irregularidades, como las conocidas maniobras clientelistas y la desaparición de boletas en los cuartos oscuros.
La baja calidad institucional puede observarse también en la falta de estadísticas oficiales serias y en un Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) que ha expulsado a sus mejores profesionales, al igual que en la ineficacia de nuestras fuerzas de seguridad para prevenir y reprimir la violencia delictiva, y de la Justicia para condenar a delincuentes comunes o ?desentrañar gravísimos casos de corrupción administrativa que están a la vista de todos.
Preservar la institucionalidad es, ante todo, respetar la Constitución y el principio de división de poderes; hacer un culto de la transparencia pública y la lucha contra la corrupción, y dejar de confundir al Estado con el Gobierno y a éste con el partido.
En reiteradas ocasiones, quien hoy ejerce la Presidencia de la Nación ha enfatizado su preocupación por la calidad institucional. Todavía está a tiempo de propiciar una batería de reformas que hagan más eficientes nuestras instituciones y garanticen la transparencia en la función pública, en lugar de promover medidas como los "superpoderes" o los manotazos a los fondos privados de jubilaciones.
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