
Qué nos hace decidir, todos los días, si queremos seguir sobre este mundo? ¿Tomamos realmente esa decisión? ¿Qué supone decidir ese acto extremo? ¿Hasta dónde podría extenderse el listado de preguntas que genera un suicidio?
Los límites nos ponen frente a preguntas trascendentes. Diana Cohen Agrest es la autora de un libro sobre los límites, un tratado sobre las prácticas suicidas que pone en cuestión una pregunta que encierra la clave de la filosofía: ¿vale la pena vivir?
“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Como acápite de su libro, Cohen Agrest cita a Albert Camus. El autor de El mito de Sísifo dice: “Juzgar que la vida vale la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
Tras esa pregunta fundamental va la autora, en un libro vitalista e incómodo: Por mano propia propone entender la vida como un desafío constante, un acto creador de sentido y un gesto de rebeldía frente al absurdo.
Diana Cohen Agrest es una mujer elegante, habla en tono pausado y mira a los ojos a su interlocutor, todo el tiempo. Pide un cortado y un vaso de soda grande. Cruza las manos sobre la mesa y con un gesto sutil del cuello se acomoda el pelo. “Vamos a hablar”, dice.
La vida biológica y la vida biográfica
La madre de Cohen Agrest estuvo postrada, inconsciente, en una cama por varios años. A su hija se le impuso una pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida y cuándo una vida pierde sentido? “Hay una distinción muy interesante y muy rica –explica Diana–, que es la distinción que hizo el filósofo James Rachel, entre una vida biográfica y una vida biológica”.
“Una vida biológica es una vida meramente residual donde el organismo sólo opera como en un animal. En cambio una vida biográfica es aquella en la que uno tiene posibilidad de desplegar un proyecto de vida, un plan, una vida que tiene deseos, alegrías, tristezas”, comenta, antes de preguntar: “¿Dónde está el límite? ¿Cuándo la vida pierde el sentido de ser vivida?”.
Cuando comenzó a investigar el tema se encontró con una muy escasa bibliografía en castellano al respecto, lo que hace de Por mano propia un libro prácticamente pionero en abordar al suicidio y a la muerte asistida desde la filosofía, la historia de las ideas, la antropología, la sociología, la psiquiatría y la bioética .
–¿Por qué no hay una tradición, en español, de reflexión en torno del suicidio?
–En general no hay una tradición de reflexión sobre el suicidio porque tradicionalmente el suicido ha ido en contra del principio de la santidad de la vida, que ordena que uno tiene que conservar el propio cuerpo, porque así como Dios es el que nos ha dado la vida, también es Dios el único que puede llevárnosla. Ese principio ha regido a los largo de 2500 años, mientras la gente nacía, vivía y se moría naturalmente, cuando le llegaba la hora. Pero desde hace unos 40 años la posibilidad de prolongar indefinidamente la vida de un ser humano, que cuenta con una vida biológica pero que ya perdió de forma irreversible toda forma de vida biográfica, se va perfeccionando cada vez más. Hoy es posible mantener conectada a una máquina a una persona que ha perdido todas sus funciones vitales. Ante la posibilidad de permanecer o de caer en ese estado, y de ya no tener voz para poder de alguna manera decidir sobre el propio cuerpo, se ha vuelto a poner en el tapete la cuestión del suicidio, o por lo menos las controversias en torno del suicidio voluntario y el suicidio asistido.
Una historia del miedo
Por mano propia es un estudio sobre las prácticas suicidas. No sólo aborda el suicidio tradicionalmente entendido como el acto de matarse a uno mismo, sino también la eutanasia voluntaria y el suicidio asistido. Prácticas en las que hay una voluntad de morir, más allá de quién ejecuta la acción que determina el final de una vida. “No todos los suicidios son autoejercidos”, dice Cohen Agrest, y relata un ejemplo: “Hace unos meses, en Santa Fe, un policía que se había quedado sin trabajo y estaba muy deprimido llamó a su hijo de 9 años, le dio un arma, y le dijo ‘matame vos o si no te mato’. Y el chico lo mató”.
Autoejercidas o no, las prácticas suicidas han sufrido en la tradición occidental una condena bastante particular: Por mano propia recorre la historia de esa condena y despliega así un mapa genealógico de prejuicios sociales cardinales.
–La temática es una oportunidad para estudiar los prejuicios sociales no sólo en torno del suicidio sino de la vida…
–Uno puede hacer una historia de la cultura occidental justamente examinando las razones que se invocaron a favor y en contra del suicidio en cada época: en la polis griega el suicidio era considerado una falta hacia la ciudad, en cambio en la Edad Media era considerado una falta hacia Dios y una falta hacia el señor feudal. Se dice que en realidad la Iglesia usó su poder celestial para defender el poder terrenal, por ejemplo mediante castigos a la familia del suicida, que perdía todas las posesiones de quien se suicidaba. Tanto es así que muchas veces los párrocos del pueblo justamente ocultaban un suicidio y escribían esa muerte como muerte natural, para preservar a los hijos y a la esposa. Hoy en día el argumento más fuerte en contra del suicidio es que se considera a la muerte voluntaria como una falta hacia los familiares, o por lo menos hacia los vínculos amorosos.
Mitos
–La tradición intelectual sobre el suicidio es escasa, pero los mitos en torno del acto suicida son muchos...
–Sí. Hay muchos mitos sobre el suicidio. Uno de ellos tiene que ver con los jóvenes: hay una idea de que los jóvenes se matan por amor. Y no es así. En la Argentina hay dos ciudades paradigmáticas: Villa Gobernador Gálvez en Santa Fe, y Las Heras, en Santa Cruz. En Las Heras hubo 22 suicidios de jóvenes en muy poco tiempo, que tenían que ver con la falta de perspectivas, con abusos en la infancia, con el alcohol. Uno tiende a asociar el suicidio juvenil con el amor, pero no es así.
–¿Siempre hay una razón para el suicidio?
–Es una pregunta inteligente. Todo discurso acerca del suicidio es un discurso conjetural, nadie vuelve del suicidio, es como hablar de la muerte. Es siempre en tercera persona. Cuando se hacen estadísticas acerca de las tasas de suicidios, esas estadísticas se hacen ya basándose sobre ideaciones suicidas, aquellas ideaciones que tiene el suicida antes de llegar al acto, o a través de lo que se llama las autopsias psicológicas: cuando una persona se mata, el equipo de salud hace una especie de cuestionario, seguimiento del occiso a través de la palabra de los familiares y amigos, e intenta reconstruir el síndrome que dio lugar al acto suicida.
–¿Por qué tendemos a impedir el suicidio?
–En primer lugar creo que cada persona tiene derecho, en última instancia, a elegir su propia vida y su muerte. Pero hay que tomar en cuenta que esto es parte de una cultura de época, individualista. ¿Por qué intervenir? La medicina moderna se sustenta en el paternalismo médico. El médico es una especie de padre que tiene el lugar de la decisión: tiene la obligación de intervenir en caso de una conducta suicida. Pero, ¿cuándo deja de ser una intervención y se transforma en una interferencia? Ahí aparece el núcleo de la suicidología contemporánea, que es la posibilidad de que existan suicidios racionales. En contra de ese modelo hegemónico, según el cual todo suicidio es producto de una enfermedad mental, hay una corriente que trata de demostrar que hay suicidios que responden a un deseo de no seguir viviendo, un deseo racional: una persona muy enferma, sin perspectivas de cura, probablemente prefiera terminar con su vida, no prolongar su sufrimiento.
Por mano propia es un libro sobre la muerte que dice mucho sobre la vida. Una reflexión sobre el sinsentido, que busca la invención de ese sentido ausente. Un libro sobre la posibilidad de elegir la propia muerte, que dice mucho sobre las posibilidades de elegir la propia vida.

¿Hay que vivir? ¿Sólo porque estamos, debemos estar? ¿Vivimos porque nos dejamos vivir? Se trata de elegir, siempre, la vida y la muerte, elegir. De eso habla este libro y de eso quiere hablar Diana Cohen Agrest.
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