Cuesta creerlo. El diario Río Negro difundió recientemente un polémico fallo, sobre un ex policía de 73 años que violó a una vecinita de 12 años y la dejó embarazada. Categórica prueba del contacto sexual resultó el niño que nació como consecuencia de esa unión y que, según el examen de filiación por ADN, es hijo del victimario. Pero para los jueces que resolvieron el caso, el embarazo no demuestra que haya existido penetración, y por eso la Cámara rechazó la acusación más grave (la violación) y condenó al imputado por un delito más leve (abuso deshonesto). En apenas cuatro años, el violador volverá a vivir pared de por medio con su vecinita y con su propio hijo. El periódico añade que la Cámara fundó su veredicto en que la niña nunca manifestó que el hombre la había penetrado. Por cierto, los motivos del fallo son tan difíciles de creer como el fallo mismo.
Sumidos en la incredulidad, en la indignación y en la impotencia, en el peor de los casos nos interrogamos cómo no legitimar la ilegítima justicia por mano propia. Y en el mejor, cómo reinstaurar la credibilidad de la Justicia.
Esta aberración procesal parece ser, como el dulce de leche, de cuño local. Según parámetros científicos internacionalmente aceptados, la pedofilia es un desorden psiquiátrico crónico. Un informe especial publicado hace unos meses por la Clínica Mayo de los Estados Unidos sostiene que, para calificar a alguien de pedófilo, es preciso que esa persona tenga al menos 16 años y que sea, al menos, cinco años mayor que el niño del que ha abusado. El 70% de los pedófilos son diagnosticados por otras parafilias, tales como la frotación, el exhibicionismo, el voyeurismo y el sadismo. En un estudio que incluyó 2429 adultos pedófilos, se concluyó que sólo el siete por ciento siente atracción exclusiva hacia los niños, porcentaje que prueba que la mayoría de los pedófilos son también agresores sexuales de adultos.
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