miércoles, 13 de febrero de 2008

Ocho minutos son suficientes para saber si un hombre merece una oportunidad o no hay nada más que hablar.


Ocho minutos pueden ser eternos. Insoportables. Tediosos. Un verdadero suplicio... Ocho minutos pueden esfumarse si el hombre que te gusta está frente a vos. Para el Speed Dating (citas rápidas), de 3 a 8 minutos de conversación son más que suficientes para conocer al hombre de tu vida o, al menos, intentar hacer algún amigo. Para los inquietos corazones es un medio tan legítimo como las citas a ciegas o el chateo nocturno en la web. Esta modalidad de contacto nació a fines de los ’90, de la mano de Yaacov Deyo, un rabino de Los Angeles (Estados Unidos) y de su esposa Sue, ansiosos por que los fieles se casaran entre miembros de la comunidad judía. Pero el Speed Dating saltó las barreras y se instaló rápidamente en Nueva York, Londres, París. En Japón, estos espacios prometen salvaguardar a la población de la baja tasa de natalidad y el propio gobierno los subvenciona.

Ahora se instaló en Buenos Aires y Para Ti quiso saber de qué se trata: quien escribe participó como una chica de 30 años, diseñadora gráfica, ávida por encontrar un buen candidato bajo la regla de los 8 minutos. Fue en el hotel Design Suites –Marcelo T. De Alvear 1683, Capital–, el miércoles 15 de noviembre, a las 19:30 (los lugares de encuentro y franja de edad admitida varían) y asistieron diez hombres, de 35 a 45 años, y diez mujeres de 30 a 35 años. Yo fui una de ellas y nadie lo supo hasta ahora. Mi deber es decirles a los hombres que conocí que no se sientan engañados: nada de lo que dije (salvo la edad y la profesión) pertenece a la ficción. Los nicks (viene de nick name: apodo) de mis potenciales candidatos fueron cambiados.

¿Decidida?
El primer paso fue ingresar a la página web 10en8.com y llenar un formulario con mi edad, fecha de nacimiento y un nick con el que todos me conocerían en la reunión. Un detalle no menor, porque a veces, esta elección puede hablar mucho más de nosotros mismos que ocho minutos de charla. “Mis chicos” me conocerían como Mariana. Después, y en no más de cien caracteres, logré sintetizar un autorretrato que, por cierto, fue bastante malo y terminé contando nada: me gusta escuchar música, leer, escribir y que además soy bastante simpática. Por último, la pregunta del millón: ¿qué tipo de relación estás buscando? “Nuevas amistades”; “amistad y después vemos”; “una relación con fines serios” o “una relación sin compromisos”. Señalé la “relación seria”. Lo envié. Después, esperé que vía mail me llegara la forma de pago de los $ 50 de la entrada.

Las cosas bajo control
Que las diez mesas en las que transcurrirían las mini-entrevistas estuvieran ubicadas alrededor de una pileta rectangular, era alentador, pensé: si algo se salía de control, el agua sería una buena defensa. Pero, en realidad, el final de cada conversación estaría dado por el repicar de dos pequeñas campanas doradas que haría sonar la coordinadora del evento cada 8 minutos.
Me sentí aliviada cuando me entregaron mi date card: una planilla para mí y otra similar para que los coordinadores de 10en8.com puedan, al día siguiente, analizar las coincidencias entre nosotros. Después de cada cita, yo evaluaría a cada uno de acuerdo a tres caritas: una determinaba un verdadero flechazo, otra solamente amistad y una tercera marcaba total desavenencia. Las recomendaciones: no se preguntan nombres verdaderos ni direcciones ni teléfonos y, si alguien se pone muy fastidioso, se lo puede acusar en el reverso de la date card.

Juguemos al amor en tiempo récord
Como una señal del destino, un rato antes de salir al Design Suites, una tormenta partió el cielo al medio, un tropiezo rompió una de las tiras de mis sandalias negras y cuando llegué al lugar e hice un paneo visual de los hombres presentes supe que, al menos que un milagro ocurriera, allí no había nada para mí.
Es que estoy convencida de que medio segundo es suficiente para reconocer a un hombre relativamente potable para cualquier tipo de relación –y jamás me caractericé por salir con carilindos, más bien todo lo contrario–.
También aproveché para constatar que todas habíamos cumplido la consigna que sugería la página web a la hora de la inscripción: “Vestite tal como lo hacés cotidianamente”. En mi date card había un pequeño manual ilustrado y en miniatura para alcanzar “una buena charla” en base a la sugerencia de preguntas abiertas fundamentales: ¿qué te hace sonreír?, ¿qué es lo bueno y lo malo del domingo?, ¿a qué persona viva o muerta te gustaría entrevistar?, ¿cuál es la canción de tu vida?, ¿qué placeres del fin de semana no cederías?; si fueras Dios por un día, ¿qué sería lo primero que harías?; ¿qué es aquello por lo que sos reconocido?, ¿cuáles fueron tus dibujos animados preferidos?; si estuvieras en una isla, ¿qué cd llevarías contigo para escuchar?; si pudieras estar 24 horas en la cabeza de alguien, ¿a quién elegirías?; ¿cuál es tu mejor manera de ganar una discusión? o ¿qué fue lo más inútil que compraste? Las leí, una a una, y las memoricé porque, pensé, en cuanto aparezca el primero que se atreva a mencionar alguna de ellas, lo bocharía por falta de creatividad. En eso estaba cuando la coordinadora gritó: ¡Que empiece el juego! ¡Diviértanse!

Listos... ¡ya!
Me senté, como el resto de las mujeres, a esperar que la troupe de hombres recorriera, tintineo de campana de por medio, cada una de las diez mesas en las que nos encontrábamos.

Del primer hombre que se sentó frente a mí, lo primero que me llamó la atención fue su nick que, al igual que todos los presentes, llevaba junto a un número escrito sobre una tarjeta que le colgaba del pecho: ¡no puede ser que se llame Fernando igual que mi ex! Tampoco ayudó que se presentara a sí mismo como “un vago hasta para mentir”. Después vino Pompón, un ingeniero divorciado y con ningún defecto a la vista salvo un pequeño detalle: “Tengo una hija de ‘tu’ edad”, dijo. Ok, que pase el siguiente. Después llegó Pooh, de 44 años, separado, enfundado en una camisa a cuadros color naranja y un pantalón de vestir. Ocho minutos bastaron para que me contara que, aunque estuvo trece años casado, se tendría que haber separado a los dos, y no sé cómo llegamos a debatir sobre los pro y los contra del vino y la cerveza para disminuir “el flotador” abdominal. Después llegó Jonathan. Exclamó: “¿What is your number?” y un segundo después: “Sos la cuarta y ya no doy más, necesito otra copa”. El tiempo disponible le alcanzó para hablar de su resistencia para tomar alcohol sin emborracharse. Pero todavía faltaban Brian, Totón y Gabriel. Brian era publicista y fue el primero que se acercó y me dio un beso antes de sentarse en su silla. Un hombre excesivamente gestual, que coronaba cada frase con una sonrisa de propaganda de dentífrico. “Empecemos por una pregunta diferente –dijo y yo pensé: aquí apela a la lista, ¡a mi juego me llamaron! pero lo que siguió fue peor: “¿A qué te dedicás?”. Sin embargo, y pese a mi cara de nada, le gusté. ¿Cómo lo supe? Primero, porque me dijo que era muy bonita (aunque a la frase la matizó con un típico “¿ya te lo habían dicho?”); segundo, porque me miraba directo a los ojos; tercero, porque dejó escapar su nombre real durante la charla y, cuarto... por comparación. Sé que a Barney no le gusté, porque sacó su celular y se puso a enviar mensajes. No sé si fue después de haberle dicho que no hacía ningún deporte de riesgo o cuando confesé que no me divertía ir a bailar.

En la recta final
El relax de 20 minutos llegó después de los primeros cinco candidatos y, realmente, a esa altura se notaba que todos estábamos un poco cansados. Fue el momento para fumar un cigarrillo en la puerta y también para que el grupo se sumergiera en la melancolía de los viejos tiempos: se recordó el living del amor del precursor Roberto Galán y alguien abrió su corazón con una honestidad brutal: “¡Pensar que yo me reía de la gente que iba a ese programa!” Suficiente: esos comentarios terminan por desalentar a cualquiera.

Regresé a mi posición de batalla, pedí otra copa de vino ($ 11) e inauguré la charla con Totón, un odontólogo con consultorio propio, soltero, de 38 años, fanático de James Bond. “A mí me defraudaron muchas veces, así que busco a una mujer que sea transparente”, aseguró. Marcos fue mi último pretendiente y tenía una idea de la inmediatez similar a la mía. “Te la voy a resumir para que al menos te lleves un bosquejo de quién soy: soy ingeniero, me gusta coleccionar obras de arte. ¿Conocés de pintura?”, me increpó. “Algo” dije yo y después supe que había firmado mi sentencia de muerte: se explayó en una larga lista de pintores, escuelas, estilos y galerías completamente desconocidos para mí. Para completar, discutimos sobre las cartas manuscritas vs. los e-mails. Estaba a punto de ganarme por cansancio cuando, como en un ring, me salvó la campana.

Diez minutos más tarde, estaba dentro de un taxi pensando en lo injusta que era a veces la soledad, al convertirnos en un catálogo de datos menores y al obligarnos a resumir, en 8 minutos, lo mejor de nosotros. Yo estoy convencida de que el hombre de mi vida no necesita 8 minutos para develarse, de que una mirada basta para la certeza, al menos la de un principio. El cuerpo suele ser más sabio que la mente en este asunto. Pero también es cierto (y acabo de constatarlo en esta noche) que 8 minutos bastan para conocer los defectos de una persona si se le presta atención; también son suficientes para saber si, al menos, alguien puede ser un buen amigo. Y se necesita mucho menos tiempo para que, con una mirada, se certifique el flechazo.

Fuente: Para Ti

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