A veces, esta convicción nos lleva a delegar en el sistema escolar toda la responsabilidad de este camino. Sin duda, la mayor capacitación de nuestros educadores y la perfección del sistema educativo, que no se soluciona tan sólo con la sanción de leyes, es algo fundamental.
Pero una visión reduccionista de esta cuestión nos lleva muchas veces a delegar en los maestros las misiones de dar de comer, de contener psicológicamente, de prevenir de abusos, de desarticular las violencias... En una palabra, a convertirlos en padres, madres, psicólogos, animadores socioculturales, deportivos, etc. Una delegación de funciones exagerada que, como tal, es la expresión de renuncia de responsabilidades, en primer lugar de los padres, pero también de muchas instituciones de la sociedad.
Pero no es ésta la cuestión clave por abordar en estas líneas. Más bien, alegrándome por el progreso de nuestra conciencia colectiva de priorizar la educación, lo que deseo es mostrar una dimensión fuertemente contradictoria de esa conciencia.
Porque desde siempre la tarea educativa ha consistido en transmitir ideas y conocimientos y, a la vez, generar hábitos de vida. Simplificando, podríamos decir: sembrar la verdad y destruir el error, generar virtudes y desterrar vicios. La misión de los educadores consiste en formar personas íntegras, capaces de autodeterminación y de generar vínculos sólidos con los otros. En una palabra: educar es humanizar.
Sin embargo, todos somos conscientes de que hay situaciones profundamente deshumanizantes que crecen aceleradamente en la sociedad, sin reconocer límites y sin que el Estado y la sociedad civil las enfrenten con acciones y medidas eficaces.
En este artículo, deseo referirme a tres presencias fuertemente deshumanizantes que se han instalado en la vida de la sociedad y que, lamentablemente, cuentan con cierto consentimiento o aceptación social y con estructuras difíciles de modificar: la cultura del alcohol, la del juego y la de la droga.
Por Jorge Casaretto
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