Esa asociación emocional nos deja la falsa sensación de que, cuando alguien ataca el proyecto o escribe contra el hombre que lo encarna, está atacándonos a nosotros. A la defensiva, nos toma el miedo y la indignación, que son dos caras de la misma moneda. Con ambas se construye algo llamado estupidez humana.
Los oficialistas de hoy están para el psicoanálisis. Dirigentes, militantes, intelectuales y hasta periodistas han comprado el exitoso modelo de Néstor Kirchner. El dato parece alentador. En un mundo donde a nadie le importa nada y donde predominan el individualismo y la alergia política, descubrir a un grupo importante de convencidos produce legítima alegría.
Sin embargo, este pelotón viene con algunos problemas de origen. Varios de sus integrantes se bañan en la laguna dorada del kirchnerismo sin una mínima autocrítica. Provienen del setentismo, esa deformación autoritaria según la cual la democracia era un invento “burgués” y las internas sindicales y partidarias podían dirimirse a los tiros. Un grupo generacional que, en nombre de sagrados ideales, cometió todo tipo de tropelías, torpezas e ingenuidades, y que ahora, lejos de llevar todo eso como un lastre, lo lleva como una condecoración.
Vienen a hacer la “revolución inconclusa” y, sin advertir que el país y el mundo han cambiado, reeditan amigos, enemigos y consignas de una época apolillada. Más que progres de la “gloriosa JP”, estos personajes son “regresistas”, regresan todo el tiempo al pasado para ajustar cuentas, crear un relato (como gusta de decir Cristina) y, presuntamente, llevar a cabo en el presente las utopías de ayer.
Tal vez un ochentista como yo no esté capacitado para entender bien, pero da la impresión de que pagar enterita la deuda con el Fondo Monetario Internacional, poner a Daniel Scioli a gobernar la provincia más importante de la Argentina y transar con todos los barones del peronismo y con casi todos los caciques del sindicalismo ortodoxo no luce como si ésta fuera, precisamente, la patria socialista.
Pero claro, será nomás que ha llegado el socialismo del siglo XXI, y que las lecturas de Marx y Mao que uno ha hecho en la juventud ya no sirven para entender la nueva cartografía.
Dicho sea de paso, a muchos de todos estos fervorosos oficialistas el kirchnerismo los cobija con dinero. Les da cargos, programas de televisión y radio, columnas en medios, sillones en ministerios, asesorías, becas, viajes y otras bendiciones del Estado.
Justo en ese punto, ser oficialista deja de ser un mal negocio. Aunque, vaya ironía, el oficialista toma estos subsidios encubiertos como una histórica, aunque tardía, reivindicación de su talento. Fondos frescos de caja generosa que le permite, para decirlo en cristiano, rentar su militancia política, volar alto con las ideas y, de paso parar, la olla.
El Estado de bienestar envuelve al oficialista en un arrullo dulce, y le genera, como contrapartida, el miedo a perder ese cálido asiento. Cuando alguien ataca al Gobierno, el oficialista se siente entonces amenazado en el bolsillo. Piensa que la brisa cambiará de dirección, que perderá lo ganado y caerá en desgracia.
El oficialista suele ser, de ese modo, un atacante más encarnizado que los propios funcionarios políticos que, al fin y al cabo, entienden con mayor sentido deportivo el juego de las críticas y los elogios.
Así como no hay mayor fascista que un burgués asustado, no hay animal más agresivo que un oficialista aterrado. Los funcionarios pueden tener gestos caballerescos con sus críticos y, de hecho, a veces los tienen en privado; pero los oficialistas que viven del erario no están para ese tipo de cortesías. Son más papistas que el Papa.
Por Jorge Fernández Díaz
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