lunes, 12 de noviembre de 2007

Bienaventurados los ricos.

Ultimamente he intentado explicarle a mi hijo Gabriel, de 11 años, las diferencias astronómicas entre los ingresos de la gente.

Bill Gates, el fundador de Microsoft, penetró por primera vez en la conciencia de mi hijo un par de años atrás, cuando serví de telonero en una extensa conferencia de Gates auspiciada por el gobierno de Dinamarca.

Desde entonces, Gabriel está fascinado por las posibilidades, aparentemente infinitas, que se le abren a quien posea 60.000 millones de dólares.

Por ejemplo, cuando le digo que algo tiene un valor increíble, aunque sea un cuadro espléndido en un museo, él responde invariablemente: "Pero Bill Gates podría comprarlo, ¿verdad?". "Sí, podría comprar el museo íntegro -replico-. Pero tu comentario no tiene sentido, porque Gates devolvería el cuadro de inmediato, para que los demás pudieran verlo." Nunca lo convenzo del todo. Gabriel ha decidido que si, de grande, no puede ser un jugador de basquetbol profesional, entonces le gustaría comprar un equipo.

Como profesor de economía, no puedo menos que preguntarle si sabe que un equipo de la National Basketball Association cuesta entre 300 y 500 millones de dólares. "Pero Bill Gates podría hacerlo. El podría comprar todos los equipos de la liga, ¿verdad?". Le respondo que sí, pero si Gates fuera el dueño de toda la NBA, ¿cómo decidiría a qué equipo alentar? Gabriel admite mi objeción, pero puedo decir que, una vez más, no lo he convencido.

Gates no es el único que puede adquirir fácilmente equipos y cuadros. Según la última lista de los individuos más ricos de Estados Unidos publicada por Forbes , correspondiente a 2006, ese año los clasificados en los primeros nueve puestos por sus ingresos -uno es Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York- lograron acrecentar sus fortunas entre 5000 y 9000 millones de dólares. Sí, tal es el incremento anual de su riqueza. En conjunto, sus 55.000 millones de dólares de ganancias sobrepasaron la renta nacional completa de más de 100 países.

Con el fin de poner en perspectiva estas cifras siderales, le pedí a Gabriel que intentara confirmar el siguiente cálculo: para figurar entre esos 9, hay que ganar como mínimo 150 dólares por segundo, incluido el tiempo dedicado al sueño y las comidas. O sea, 9000 dólares por minuto, o 540.000 por hora.

¿Cuánto ganan los norteamericanos con mayores ingresos, comparados con los mil millones de personas más pobres del mundo? Bueno, si los 9 primeros donaran sus ingresos, el monto equivaldría a lo que ganan en 3 meses esos mil millones de indigentes. (Por supuesto, Gabriel sabe que Bill Gates y Warren Buffet ya han donado decenas de miles de millones.)

En cuanto a los 9 meses restantes, Estados Unidos solo representa el 25 por ciento de la renta mundial. Es muy probable, pues, que en otros países haya algunos cresos que tal vez podrían aportar algo. Por ejemplo, el magnate telefónico mexicano Carlos Slim, fuerte rival de Gates por campeonato mundial de riqueza (desde el 29 de octubre, el nuevo campeón es el hindú Mukesh Ambani).

¡Atención! La idea de que los más ricos podrían resolver fácilmente el problema de la pobreza asombra por su ingenuidad. La mayoría de los investigadores serios, de nivel universitario, sostienen firmemente que la mejor asistencia que los países ricos pueden prestar a las regiones pobres, como Africa, es abrir sus mercados y ayudarlos a construir la infraestructura física e institucional.

Los mayores éxitos en la lucha contra la pobreza mundial se han obtenido en China e India, dos naciones que, en gran medida, progresaron por sí solas. Pero su explicación todavía sería demasiado compleja para Gabriel. Por eso me refugio en la visión simplista de la ONU y los rockeros famosos: ¡qué estupendo sería si pudiéramos dar más dinero!

¿Los ingresos colosales y las diferencias de fortuna son consecuencias inevitables del crecimiento rápido? En general, la historia responde afirmativamente. China, cuyo crecimiento desde 1970 ha batido todos los récords, se encamina -¡y cómo!- hacia la distribución de ingresos más desigual del mundo. Ya dejó atrás a Estados Unidos, en cuanto a niveles de desigualdad, y se está acercando a América latina.

Las soluciones políticas no son fáciles. Muchos de los que más ganan también sobresalen por su creatividad y su enorme poder valorizador. El Reino Unido y otras naciones cortejan a los extranjeros ricos otorgando un trato extraordinariamente preferencial al rédito de sus inversiones. Por otra parte, los más acaudalados constituyen un grupo muy movedizo. Si ganan 540.000 dólares por hora, no les llevará mucho tiempo ahorrar lo suficiente para comprar un departamento, aun en Londres. De todos modos, el sistema político no les puede aplicar una presión impositiva ilimitada. Pensemos que cualquiera de los 9 que encabezan la lista de Forbes puede ganar, en 2 días, más de lo que Hillary Clinton, puntera en la carrera presidencial, recauda para su campaña en un trimestre.

La globalización no aplica un impuesto punitivo a la riqueza. Más bien, robustece los argumentos a favor de la transición hacia un impuesto fijo sobre los réditos (o, mejor aún, sobre el consumo) con un mínimo no imponible moderadamente alto. Aparte de las usuales razones de eficiencia, hay otra muy simple: cada vez resultará más difícil y costoso mantener los complejos e idiosincrásicos sistemas tributarios nacionales.

Por desgracia, la mayoría de los países cajonean las medidas tendientes a una reforma impositiva fundamental. Sólo cabe esperar que nuestros hijos lleguen a vivir en un mundo que equilibre mejor la eficiencia y la equidad. Gabriel dice que lo pensará.


El autor fue economista principal del FMI. Actualmente es profesor de economía y políticas públicas en la Universidad de Harvard.

Fuente: La Nación.

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