domingo, 28 de octubre de 2007

Padres responsables

¿Estamos obligados a ser padres y madres? ¿Es requisito necesario de la condición de varón o de mujer? Durante siglos nadie se hubiera atrevido a hacerse la pregunta. Ante el credo incuestionable de la familia como célula básica de la sociedad, el interrogante era contra natura. El matrimonio (y su consecuencia inmediata e inevitable, la familia tal como fue originalmente concebida en nuestra cultura) nació para ordenar las filiaciones y las herencias. Sin una convención colectivamente pactada que permitiera saber quién era el padre de los niños que nacían y a dónde irían a parar los bienes de las personas que morían, la Humanidad acaso no habría sobrevivido; se hubiera fagocitado a sí misma hace largo tiempo en sangrientas disputas. La familia tuvo inicialmente, pues, una razón inmunológica y ordenadora y la cumplió a la perfección. A esa función básica se le sumaron la de transmitir hábitos, creencias, mandatos, tradiciones. Para el cumplimiento de esas asignaciones eran importantes ciertos acuerdos, la creación de una base de acatamiento (“honrarás a tu padre y a tu madre”, etc) y la conformación de una atmósfera que permitiera convivir los unos con los otros, así como manifestar el afecto que nace de la coexistencia para un fin común. Aunque toda familia nacía a partir de dos individuos fundadores, en esta concepción jamás los individuos fueron más importantes que el grupo. En la familia se elegían y decidían los destinos personales de todos sus miembros, e incluso las mismas familias llegaron a ser grupos especializados (artesanos, agricultores, comerciantes, profesionales). El amor no era un ingrediente fundamental en este cocido. Los hijos querían a sus padres porque eran sus padres y los padres querían a sus hijos porque eran sus hijos. Y esto no se discutía ni había que darle muchas vueltas. De un hombre se requería capacidad de trabajo, de provisión y de cumplimiento con sus obligaciones. De una mujer abnegación para la crianza, para la nutrición y para las tareas domésticas. Cumplidos estos requisitos, se los consideraba aptos para iniciar la tarea. Luego la seguirían sus hijos, y así hasta el infinito. Apenas si la muerte la muerte se permitía proponer recambios en los elencos. El amor individualizado, la pasión, la elección del sujeto amoroso y otras pulsiones amenazantes se exiliaban en los relatos románticos, en las leyendas, en la literatura, en la poesía, en la mitología, en el teatro. Ahí aparecían seres extraordinarios amándose (y sufriendo por amor) de una manera también extraordinaria. Los hombres y mujeres comunes simplemente construían sus familias y las llevaban adelante hacendosa y obedientemente. Ser padre y ser madre era una obligación a partir de cierta edad. Un mandato social, familiar e ideológico del que sólo era posible liberarse a cambio de entregar la propia vida a una causa más alta que aquel (causa generalmente religiosa). La transgresión en otras condiciones equivalía a exclusión.
Libros / Anticipo
Un nuevo libro de Sergio Sinay, La sociedad de los hijos huérfanos (Ediciones B), reflexiona sobre un fenómeno actual: el abandono por parte de madres y padres de los roles que les competen en la educación de los hijos. En este capítulo, el autor se pregunta cómo ejercer una paternidad nutricia
LANACION.com Revista Domingo 28 de octubre de 2007

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