miércoles, 15 de agosto de 2007

Rol de compromiso de la sociedad empresarial

El progreso de nuestros países de América latina dependerá de que consigan construir una relación armoniosa y de cooperación entre sociedad y sector empresarial.

Para ello, se necesita comprensión y aceptación del rol empresarial por parte de la sociedad, y humildad y vocación de servicio por parte de los hombres de negocios. Las naciones que no logren edificar esa armonía estarán condenadas al estancamiento y a la frustración. Y no porque los empresarios tengan virtudes o cualidades especiales, sino porque reúnen tres factores de gran importancia: el capital, la vocación emprendedora y la capacidad de gestión. Es como si en el tiempo histórico de las sociedades guerreras alguna de ellas no hubiera logrado conciliar a la comunidad con su sector militar y esa sociedad hubiera tenido que predisponerse, entonces, a desaparecer o a ser avasallada. Y si en nuestros días un país no apoya y facilita la acción de sus empresarios es como no alimentar o no cuidar a los caballos que deben tirar del carro, pues en nuestra era la batalla entre sociedades se da en el campo económico. En todo este esquema, tiene un papel muy importante la responsabilidad social, como uno de los requisitos para acercar a los empresarios y a la comunidad, más allá de que ellos deban encuadrar su conducta dentro de la ley y la ética, lo que rige para cualquier esfera de actividad. Es exigible también a los políticos, los sindicalistas, los profesionales independientes y los periodistas. Si la sociedad no se preocupa por preservar la rentabilidad y la confianza que necesitan los empresarios, faltará la inversión que debe mover a América latina hacia el futuro. Tampoco se puede pretender que los empresarios actúen contra natura, exponiendo el capital y sus talentos donde intuyan que hay inseguridad. Ningún otro sector puede genuinamente reemplazarlos en la generación de bienes y servicios –de los que depende el bienestar colectivo– y en la provisión de empleos. Por lo tanto, de los empresarios, en fundamental medida, dependerá que una sociedad crezca o se estanque. Sería muy importante que la clase política hiciera también su aporte a ese acercamiento, ya que resulta muy perjudicial para el país en su conjunto que sus integrantes ataquen ferozmente a los empresarios, con la anuencia sumisa o cómplice de ciertos medios de comunicación, para afianzar mezquinamente su negocio político. No existe ningún organismo público ni privado –¡y a Dios gracias que así es!– que otorgue licencias para ser empresario. Por lo tanto, cualquiera que posea algo de capital y espíritu para emprender puede ingresar en la categoría abierta de los empresarios, independientemente de sus antecedentes, sus condiciones morales o sus intenciones finales. No se deben achacar, entonces, a la clase empresarial en general los delitos o las irregularidades que puedan cometer algunos de sus miembros particulares. Tampoco se la puede cargar con el “debe” del flagelo de los desposeídos, azuzando la falsa dicotomía riqueza-pobreza, como si lo que les falta a muchos fuera porque se lo quedaron en demasía unos muy pocos. En realidad, las razones de esos dos estadios deben indagarse en profundas y múltiples causas: sociales, culturales, psicológicas, educativas y económicas. Por el contrario, y más allá del contenido ético del problema de la pobreza, ésta representa un gran escollo para la empresa. Tiene que cargar con ella en forma parcial e indirecta, a través del Estado, a cuyo sostenimiento las empresas aportan por la vía de los impuestos. El Estado debe asignar recursos para asistencia social en lugar de destinarlos a educación, seguridad o infraestructura, donde las empresas podrían obtener algún beneficio. ¿Qué les pueden vender las empresas a los pobres? Como dice el empresario mexicano Carlos Slim: “Con pobreza no hay mercado”. Se podría usar también la misma consigna para otros ámbitos. Con pobreza, no hay democracia, dada la manipulación política que deviene del asistencialismo con fines clientelísticos. Estas realidades reafirman la convicción de que la pobreza es la gran calamidad por vencer. Una de las grandes carencias de la clase empresarial argentina ha sido su incapacidad para comunicar a la sociedad no sus virtudes o sus aportes de carácter humanitario sino la funcionalidad de las empresas respecto del interés y el bienestar de la comunidad. Esa funcionalidad es de índole práctica y está, por lo tanto, despojada de ideología o de corriente de pensamiento económico alguna. Es ajena al neoliberalismo y al socialismo. Por su propia estirpe, y salvo excepciones, la clase empresarial es poco afecta a las apariciones mediáticas. Ese silencio no significa en lo mas mínimo que apadrine a quienes operan en los negocios sobre la base de corrupción y fraude. Es más: los corruptos compiten deslealmente con sus miembros honestos. Sobre ellos debería caer con todo rigor la mano de la Justicia. Es cierto también que muchas veces, y por causa de las debilidades del sistema judicial, los ilícitos se diluyen cuando los acusados son pudientes y pueden contratar abogados competentes o influir indebidamente ante los jueces. Queda, entonces, la sanción moral que deriva de la difusión mediática de los casos. Para erradicar la pobreza con efectividad es necesario el compromiso de los empresarios con el desarrollo social y humano de América latina. Sus posibilidades como hombres de empresa están subordinadas a ese desarrollo, ya que los destinos de la comunidad y de los empresarios están indisolublemente ligados. No pueden ni deben dejar esa responsabilidad y esa bandera exclusivamente en manos de los políticos. Deberían tomar la delantera y ser tan eficaces en los resultados como lo son en sus negocios. De esa forma, empujarán a las clases políticas a ser más eficientes y a que los recursos comunitarios se utilicen con más criterio y sirvan para impulsar el desarrollo social y humano que tanto anhelamos. Además del efecto positivo que implica su acción en la responsabilidad social, es un paso necesario para ganarse la confianza de la comunidad y, por lo tanto, debe evaluarse como una inversión y no como un gasto caritativo. Y si la conciliación es tan necesaria y beneficiosa para ambas partes que justifica cualquier esfuerzo por lograrla, corresponde a los empresarios dar el puntapié inicial.

El autor es copresidente del Foro Iberoamérica.

Fuente: La Nación

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