Con sus 80 años a cuestas, doña Eugenia hacía una visita guiada. Ella y sus dos sobrinos visitaban el cementerio del pueblito perdido en las montañas piamontesas, donde yacían los antepasados familiares.
Puro producto de la trama egoísta y neurótica de las sociedades modernas, los jóvenes de hoy -y los no tan jóvenes- se niegan obstinadamente a pensar en la muerte, la decrepitud o la vejez. Modelados por una educación donde la eficacia, el dinero y la apariencia física han sido elevados al rango de paradigma, los habitantes del mundo contemporáneo son cada vez más víctimas de la depresión y el desarraigo. En ese universo, las penas se curan con Prozac, las alegrías se dopan con endorfinas y la pérdida de identidad se paga con ataques de pánico.
Para la enciclopedia médica, el panic attack -como lo llaman especialistas y sofisticados- es un trastorno psíquico emparentado con los trastornos de ansiedad, cuyas causas precisas son desconocidas.
"Todo parece indicar, sin embargo, que esos ataques estarían relacionados con situaciones de pérdida afectiva: pérdida del trabajo, rupturas, duelos, jubilación, incertidumbre, etc.", explica la American Psychological Association (APA).
Un ataque de pánico aparece de golpe, sin anunciarse y sin razón aparente, y provoca una sensación de muerte inminente: taquicardia, dificultad para respirar, transpiración, temblores, dolor en el pecho, mareos, náuseas y un sentimiento difuso de terror.
Según los especialistas, un ataque de pánico puede ser aterrador, pero nunca peligroso, a menos que se presente combinado con una situación de depresión. Eso es lo que generalmente sucede. En esos casos, si no es tratado rápidamente con las terapias adecuadas, puede llevar hasta el suicidio. En nuestras sociedades hiperestresantes, el panic attack ha pasado a formar parte del lenguaje cotidiano. Cada día más, tanto en Estados Unidos como en la Argentina, es posible escuchar que alguien no vendrá a trabajar porque es víctima de un ataque de pánico. Psiquiatras y psicoanalistas admiten que cada vez es mayor el número de pacientes afectados por ese trastorno neurótico.
En la década del 90, la APA afirmaba que el 1,4 por ciento de la población de las sociedades occidentales era víctima de un ataque de pánico al menos una vez en la vida. Según un amplio estudio británico publicado a comienzos de 2005, el panic attack afecta ahora al 7,2 por ciento.
La razón principal parece ser una: el miedo.
"En las sociedades contemporáneas, el hombre está solo. Ha dejado de ser el centro de las preocupaciones comunitarias: las leyes laborales lo protegen cada vez menos; los sistemas de salud están sólo al alcance de los más ricos y la justicia funciona para quienes pueden pagarse un buen abogado. El individuo termina por sentirse totalmente desamparado ante una sociedad hostil", afirma el sociólogo francés Frédéric Lenoir.
Pero la explicación de ese miedo es, sobre todo, la pérdida de referentes culturales y familiares. "Las sociedades tradicionales daban respuesta a los temores metafísicos. Con sus creencias, su ética y los ritos aferentes, servían de marco de referencia. Todo tenía su sitio en un orden preestablecido: el trabajo, la familia, la salud, la vida y la muerte", explica Lenoir.
Hoy, tras haber rechazado toda posibilidad de trascendencia, el hombre se ve enfrentado a su propia finitud: la vida se termina el día de su muerte. La muerte no es un pasaje: es un fin.
Para los historiadores Bernardino Fantini y Mirko Grmek, el miedo a la muerte está ligado al valor que cada cultura le da al hombre.
"En la Edad Media, cuando lo más importante era el destino colectivo, ese miedo era extremadamente reducido. En el Renacimiento, período de gran sensibilidad individual, la muerte adquirió características horribles y fascinantes. Del siglo XVIII al XIX, se desarrolló un tercer modelo, en el que el tema dominante era la muerte del otro, del ser querido. Por fin, en nuestras sociedades industrializadas asistimos cada vez más a la negación de la muerte; una muerte que se vuelve medicalizada, tecnificada y privada de sus dimensiones psicológicas." Las sociedades modernas empujan ese paso fuera de la vida tras las puertas de los hospitales, reducen el rito funerario al punto de hacerlo casi invisible y corren detrás del mito de la juventud eterna. Todo lo que recuerda la muerte es virtualizado.
"Desviamos la mirada para ver la muerte sólo como una especie de abismo donde se acumulan imágenes comprimidas de cuerpos sin vida", reflexiona el filósofo francés Jacques Schlanger.
Porque el hombre se ha vuelto un fin en sí mismo; todo lo que le concierne adquiere proporciones desmesuradas. El trabajo no es un medio para subvenir a las necesidades materiales o para la realización personal; es el símbolo cualitativo que da valor a la totalidad de la existencia. Lo mismo sucede con el aspecto físico, con la edad y con los logros sociales. Ser feo, pobre, viejo o desgraciado son categorías portadoras de subhumanidad.
Paradójicamente, ese miedo a la muerte termina por transformarse en miedo a la vida.
"Para los sabios de la Antigüedad, era necesario liberarse del miedo a la muerte para poder adentrarse libremente en la vida", recuerda Jacques Schlanger.
Hoy, eso se vuelve cada vez más difícil.
Obsesionadas con la quimera de una existencia eterna, nuestras sociedades terminaron por conseguir que el hombre se perdiera de vista a sí mismo.
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