Las familias con hijos adolescentes y preadolescentes conviven diariamente con múltiples situaciones problemáticas: adicciones, promiscuidad sexual, embarazos adolescentes, abusos, violencia, consumo desenfrenado de objetos y marcas, estados de apatía y carencia de proyectos realizables, entre otros fenómenos.
En el complejo entramado social en que se dan las situaciones mencionadas, cabe preguntarse qué papel puede cumplir la familia, qué puede hacer para prevenir situaciones de riesgo.
Es obsoleto el concepto según el cual la familia puede construir barreras infranqueables para contener los estímulos negativos que provienen del ambiente. Al mencionar el término “familia” no me refiero al estereotipo de organización social integrado por padres e hijos, sino a diferentes formas o agrupamientos vinculares que conviven bajo un mismo techo o comparten el cuidado de los más jóvenes.
Todas las organizaciones sociales, incluyendo las familiares, se hallan dentro de un turbulento panorama social, en el cual las barreras de interacción con el ambiente son cada vez más permeables, por lo cual tienen la opción de utilizar herramientas conocidas para enfrentar los problemas o bien desarrollar nuevas capacidades creativas frente a ellos.
Lo conocido siempre da a los líderes de una organización, incluyendo la familiar, un relativo grado de seguridad y de control, aunque este control sea a veces ilusorio. Las familias no escapan a este fenómeno cuando intentan establecer pautas de protección ante los factores de riesgo que amenazan a sus hijos.
¿A qué me refiero al hablar de factores de riesgo? Más de la mitad de los dos millones de jóvenes que viven en la provincia de Buenos Aires toman bebidas alcohólicas, pero el 30 por ciento de ellos se excede o abusa del alcohol para modificar su estado de ánimo (fuente: Subsecretaría de Prevención y Asistencia de las Adicciones de la provincia de Buenos Aires).
El 40% de los accidentes automovilísticos está ligado al abuso de alcohol. La gran mayoría de esos accidentes son protagonizados por adolescentes. Casi todos los adolescentes conocen directa o indirectamente alguna situación de otros jóvenes en riesgo. Entonces, ¿pueden las barreras familiares tradicionales frenar las imposiciones que marca la actual y tolerante cultura frente al consumo de drogas?
Además, hay una desenfrenada búsqueda de pertenencia a través de la ropa. Más allá de la vestimenta elegida o del nivel socioeconómico, todas las “tribus urbanas” tienen algo en común: buscan aliviar al adolescente del esfuerzo de atravesar un inestable camino hasta desarrollar la personalidad propia.
El mundo adulto no brinda protección: todo lo contrario. Por un lado, se intenta limitar el expendio de bebidas alcohólicas a menores de edad, lo cual es acertado, pero, por el otro, se festeja en el microcentro, con la bendición de todos, una ceremonia importada que tiene como único objetivo beber cerveza hasta límites pavorosos.
La cultura del consumo y el elaborado trabajo de marketing que producen las marcas de bebidas alcohólicas –puerta de entrada al mundo de la droga– tienen como objetivo que el objeto promovido pueda producir sentimientos e imágenes.
El adolescente ya no compra zapatillas: compra sensación de omnipotencia, de fidelidad a sí mismo, de que se está a la altura de los campeones. Ya no se habla por un teléfono celular: se tiene el mundo al alcance, con chat y fotografías de por medio, se vive una “experiencia increíble”, en la que todo es inmediatez y vértigo, terreno fértil para producir personalidades inmaduras, poco reflexivas y vulnerables.
Naomi Klein describe bien en su libro No Logo cómo el mundo del marketing dirigido a los adolescentes siempre está tocando un nuevo techo, superando el récord del año anterior y planificando cómo hacer lo mismo el siguiente con más anuncios y con nuevas formulas agresivas para llegar al público adolescente.
Esto incluye estrategias diversas para imponer los mensajes de alguna forma. Ya son pocos los acontecimientos culturales, deportivos, científicos o musicales dirigidos a jóvenes en los que interese menos la promoción de marcas que lo que específicamente ocurre.
La familia, más que encerrarse y buscar la solución en lo tradicional, debe enfrentarse a una nueva cultura. Tiene que promover la discusión permanente entre sus miembros sobre las ofertas que ofrece el mundo que los rodea. Un adolescente que recibe un no por parte de sus padres frente a demandas provenientes del mundo del hiperconsumo, aprenderá algo. Elevará su capacidad crítica, desarrollará la tolerancia a las frustraciones y crecerá en valores, aunque los resultados no se vean en el instante de la escena, obviamente.
Los padres también necesitan tiempo y espacio para procesar los frenéticos estímulos del ambiente hiperconsumista que los rodea, para establecer parámetros saludables.
Los límites establecidos a tiempo son un factor de protección y de cuidado.
Para prevenir con mayor éxito las situaciones de riesgo en la población juvenil es necesario lograr que los niños y adolescentes se conviertan en verdaderos críticos de los mensajes antivalor que diariamente minan las pantallas de televisión y los carteles publicitarios.
Las familias no sólo deben luchar con los indispensables límites que cotidianamente deben poner frente a las demandas excesivas o abusivas del adolescente o del niño, sino que, al mismo tiempo, deben enfrentar a toda una cultura que funciona como una invitación abierta a las relaciones promiscuas y riesgosas, a la diversión sin medida, a vivir libre, pero irresponsablemente, sin ataduras de ningún tipo.
En este escenario, el aislamiento familiar es desventajoso. Debería ser aliado de las familias el Estado, en primer lugar. También la escuela, que tendría que recuperar el concepto de comunidad educativa y quedar en interacción continua con los padres en el proceso de aprendizaje.
La escuela, si recicla su grado de intervención y su orientación hacia las familias, el sistema de salud y otras organizaciones pueden cooperar para reparar la malla social y fortalecer a las familias. Estas alianzas, que se producen en algunos ámbitos, permitirían recuperar el liderazgo que a la velocidad de los cambios sociales se fue haciendo más difuso para los padres.
Es cierto que la porosidad de nuestras fronteras permite el paso de toneladas de drogas. Este aspecto debe ser atendido. Pero no es menos riesgoso convivir naturalmente con una cultura tóxica, que si no es cuestionada en todos los niveles, especialmente en el orden familiar, produce un daño diferente, pero proporcionalmente mayor en cuanto al nivel de riesgo corrido por nuestros jóvenes.
Cuestionar esta cultura y llevar adelante acciones concretas es responsabilidad de los adultos.
para mas informacíon: http://www.aylen.org.ar/
martes, 7 de agosto de 2007
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