sábado, 9 de junio de 2012
El final de la ilusión
Por Jorge Oviedo | LA NACION
Hasta 2011, el Gobierno logró evitar que gran parte de la población lograra escapar de la inflación, ya que sus ingresos subían más que el promedio de los precios. Era una estrategia insostenible y que, para colmo, no alcanza a cubrir a los más vulnerables, pero, en términos electorales y de construcción de expectativas, le dio enormes resultados.
Pero las mayorías esperaban que el proceso continuara y que resultaran alcanzados aquellos a quienes no les llegaban todas las ventajas. Algo económicamente imposible.
En un escenario recesivo, en el que el Gobierno tiene cada vez menos dinero, la actividad privada tampoco ayuda. Y, para colmo de males, la inflación continúa. El deterioro es cada vez más serio.
Quienes no recibían nada y pasaron a cobrar la Asignación Universal por Hijo, por ejemplo, tuvieron un enorme alivio. Y esa sensación puede haber persistido aunque por la suba de los precios cada vez rindiera menos. Pero la situación era mejor respecto de cuando no se tenía nada. Y estaba la esperanza de recibir una actualización.
Pero, ahora, los montos han sido casi completamente licuados y no hay en el horizonte mayores partidas y, con la economía planchada, cualquier otra fuente de ingreso familiar también se resiente.
El ajuste general de la economía siempre funciona más o menos igual. En un país o en una familia. Caen muy fuerte las inversiones, las compras de equipos, las obras, los gastos suntuarios. Y cae mucho menos el consumo de cosas indispensables, como alimentos. Es por eso que muchos dicen que no ven recesión porque los supermercados siguen llenos de clientes. La alimentación es lo último que se resigna. Y, de hecho, los sectores con más recursos pueden dejar de comer en restaurantes y cocinar en casa para bajar gastos. E incluso hasta pueden dejar de ahorrar o hasta consumir ahorros para pasar malos momentos sin sacrificar lo que jamás debería sacrificarse.
Pero para las personas de menores ingresos, el ajuste es feroz e inmediato. Los menos favorecidos dedican el ciento por ciento de su gasto a cosas indispensables. Los más pobres, a alimentos, y los jubilados menos pudientes agregan medicamentos a la lista. ¿Dónde está lo que se puede recortar sin gran sufrimiento? Es entre todos ellos que, por ejemplo, se genera terror cuando se habla de aumentar las tarifas del transporte público, como lo mostraron en el verano las larguísimas colas para conseguir la SUBE. Y entonces la desaceleración económica era mucho menos intensa que la actual. La recesión sólo acelera y profundiza un proceso que ya ocurría. Para colmo, el Gobierno no logra que ni siquiera con un escenario recesivo se detenga el aumento del costo de vida.
Las cifras son alarmantes y muestran que no existe ninguna política social exitosa si campea la alta inflación. El grave problema es que es el Gobierno el que no lo entiende y no sólo no encara la solución, sino que hasta agrava el cuadro.
En 2011 hubo campañas crueles llevadas a cabo por punteros políticos que advertían a los pobres que si no votaban por el Gobierno perderían sus subsidios, jubilaciones y asignaciones. Votaron por Cristina Kirchner y ahora la inflación los está dejando sin aquello que, con legítimo derecho, quisieron defender.
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