Por Hector Guyot | LA NACION
En grandes letras blancas sobre fondo azul, el cartel invitaba: "Vamos a Tecnópolis". Contagiaba optimismo, la idea de un futuro venturoso garantizado por la divina tecnología y la certeza de que ese futuro estaba tan próximo que casi se podía tocar estirando la mano. El paraíso a la vuelta de la esquina. Para permanecer en ese estado de gracia sólo era preciso mantener la vista fija en el cartel. Porque cuando uno lo atravesaba y ponía el ojo en aquello que lo exhibía, el sueño se resquebrajaba. Lo hacía pedazos la realidad sobre la que había sido pintado: un tren viejo, sucio y herrumbrado, con parte de sus vidrios y sus asientos rotos. Un tren que, antes de alcanzar el futuro, debía pasar por la dura prueba de llegar hasta la primera estación.
Hay afortunados que logran mantener la vista fija en el cartel. O en los carteles. Porque el kirchnerismo, preocupado por hacer de ese dulce sueño una condición del alma, siembra carteles por todos lados. Cada uno de esos carteles forma parte del llamado relato, una tenaz y costosa construcción cuyo éxito se ha convertido en uno de los pilares del Gobierno. Pueden adoptar la forma de un diario, de un programa de TV, de un candombe en Fútbol para Todos, de una telenovela y hasta de imaginativas piruetas lingüísticas que provocarían la envidia de René Magritte, el pintor surrealista que debajo del dibujo de una pipa escribió: "Esto no es una pipa".
Todo es representación, ya se sabe. El problema surge cuando se pretende construir la épica y el mito con paradigmas caducos que para peor separan en lugar de unir. Hay que admitir, sin embargo, que en este caso han funcionado. Quizá porque en la Argentina los antagonismos del pasado han sido siempre tan feroces que todavía signan el presente. Un karma que el país lleva a cuestas.
De cualquier modo, tan eficaz le ha resultado al Gobierno su relato, y tan instalado se encuentra en él, que lo ha aplicado con éxito aun en medidas que a primera vista supondrían una destemplada tormenta en el paraíso cristinista. Un buen ejemplo es la quita de los subsidios en los servicios públicos, decisión en la que además del relato está en juego otro de los pilares del Gobierno: la caja, la abundante y pródiga caja con la que ha sabido aceitar, con más osadía que nadie, esa invisible red de lealtades y sumisiones que lo ha hecho tan poderoso.
El cartel que se montó sobre la medida dice: "Se acabaron los privilegios para los ricos", algo con lo que no se puede estar en desacuerdo. "Aquí pierden las grandes corporaciones y los acomodados de Puerto Madero, Recoleta y los barrios cerrados", se repitió en el subtexto. La retórica oficialista habló de "ajuste redistributivo" y muchos progresistas de ley amigos míos celebraron la medida. Yo, que suelo estar de acuerdo con ellos, me preguntaba: ¿por qué el Gobierno no hizo esto hace ocho años? ¿Por qué siguen subsidiando a tantos empresarios amigos? ¿Y la plata que va a Fútbol para Todos?
Peor aún, me dije que la medida (también celebrada por Macri y por la poderosa Asociación Empresaria Argentina) más pronto que tarde llegaría, como el fútbol, a todos o a casi todos. Esto ya ha sido advertido, pero el relato es tan fuerte como elástico: gracias a la épica del discurso oficial, el Gobierno hizo como el enfermero que aplica una inyección a un chico. La técnica es sencilla, pero requiere destreza: primero se golpea delicadamente la zona con la mano varias veces hasta que de pronto, sin aviso, la aguja (semioculta dentro de la mano) atraviesa la piel y entra sin que el inoculado se dé cuenta. Sin dolor, y sin queja, la aguja ya está adentro.
Es esperable que al menos tanto quienes reciben la Asignación Universal por Hijo como los jubilados queden exentos del ajuste (que no se haya hablado de tarifazo es otro éxito del relato). Las dudas aparecen con la difusa promesa del ministro de Economía: "Pagarán más los que tengan mayor capacidad contributiva". Hasta lo que se sabe, los que creen que necesitan los subsidios deberán dar un paso al frente. Todos, o casi, levantarían la mano si no fuera por la amenaza del Gobierno, que escrachará automáticamente a los mendicantes y les irá encima con la invalorable ayuda de la AFIP, para dar después un veredicto según su particular interpretación del concepto de necesidad o, sencillamente, según su voluntad.
¿Por qué en un país tributariamente tan regresivo como la Argentina el Gobierno nacional y popular busca hacer caja con algo que se parece demasiado a un impuesto al consumo, que pagan todos? Aquí la gran perdedora será la amplia clase media, incluida la media baja.
Pero no habrá suba de tarifas, sino un retiro de los subsidios para redistribuir la riqueza. Esto es importante recordarlo, porque más allá de confirmar la desesperada necesidad del Gobierno de hacer caja, la medida representó otro triunfo del relato. Un relato con el que el kirchnerismo parece más obsesionado que nunca. A tal punto que sigue fantaseando con la idea de unir la Secretaría de Cultura con la de Comunicación Pública para crear una suerte de gran Ministerio del Relato (perdón, Orwell) que centralizaría la actividad de ese ejército que no descansa en su afán de consolidar la hegemonía del oficialismo y convertir a Kirchner en un mito a fuerza de películas, programas de TV, nuevos canales de cable y el levantamiento de estatuas y monolitos.
Según se ha afirmado, la estrategia de propaganda oficial, que implica una enorme producción de contenidos, contará el año que viene con una partida especial de varios miles de millones de pesos. Si necesita caja, el Gobierno bien podría apelar a esos miles de millones, que también podrían usarse para atender asuntos más urgentes. Por ejemplo, la pobreza y la educación. Las cuentas, sin embargo, parecen ir en otro sentido. La ecuación es simple y podría dar una idea de los tiempos que se vienen: a menor disponibilidad de caja, mayor necesidad de relato. © La Nacion
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario