Por Dani Rodrik | LA NACION
CAMBRIDGE, Estados Unidos.- Como si las derivaciones económicas de una total cesación de pagos de Grecia no fueran pavorosas, las consecuencias políticas pueden ser peores. Una ruptura de la eurozona provocaría un daño irreparable al proyecto de integración europea, que es la columna central sobre la que se sustenta la estabilidad política de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. No sólo desestabilizaría la periferia más endeudada, sino también a países centrales como Francia y Alemania, que fueron los arquitectos del proyecto.
Este escenario sería una victoria para el extremismo político, similar a lo ocurrido en la década de 1930. El fascismo, el nazismo y el comunismo fueron hijos de un rechazo contra la globalización que venía gestándose desde fines del siglo XIX, alimentado por los temores de grupos que se sintieron despojados por el avance del mercado y las elites cosmopolitas.
El libre comercio y el patrón oro habían obligado a descuidar prioridades internas, como la reforma social, la construcción nacional y la reafirmación cultural. La crisis económica y el fracaso de la cooperación internacional no sólo debilitaron la globalización, sino también a las elites. Como señala un colega mío en Harvard, Jeff Frieden, esta situación sentó las bases para el surgimiento de dos formas de extremismo distintas. Los comunistas optaron por un programa de reforma social radical y autosuficiencia económica. Fascistas, nazis y nacionalistas eligieron la construcción nacional.
El fascismo, el comunismo y otros movimientos dictatoriales están pasados de moda. Pero existen tensiones similares. El mercado único europeo se formó más rápido que la unidad política. La preocupación por el deterioro de la seguridad económica, la estabilidad social y la identidad cultural no se pudo resolver por canales políticos oficiales.
Los principales beneficiarios del fracaso de las políticas de centro han sido los partidos de extrema derecha. En Finlandia, un hasta entonces ignoto Partido de los Verdaderos Finlandeses pudo capitalizar el resentimiento provocado por los paquetes de rescate implementados en la eurozona y terminó tercero en la elección general de abril. En Holanda, el Partido por la Libertad cuenta con suficiente poder para intervenir en la formación de gobierno. En Francia, el Frente Nacional terminó segundo en la elección presidencial de 2002 y está recuperando bríos con Marine Le Pen.
Este retroceso tampoco es exclusivo de los países de la eurozona. Yendo a Escandinavia, vemos que el año pasado un partido con raíces neonazis, Demócratas de Suecia, entró al Parlamento con casi el 6% del voto popular. En Gran Bretaña, según una encuesta, no menos de dos tercios de los conservadores desean que el país abandone la Unión Europea.
Aunque los movimientos políticos de extrema derecha siempre se han valido del rechazo a la inmigración, ahora encuentran argumentos en los paquetes de rescate a Grecia, Irlanda y Portugal y en los problemas del euro. Como en la década de 1930, el fracaso de la cooperación internacional agravó la incapacidad de los políticos de centro para responder a las demandas económicas, sociales y culturales de sus votantes.
Los dirigentes europeos de centro siguen una estrategia de abogar por "más Europa"; pero aunque con ella se apresuran a calmar los temores internos, en lo referido a crear una auténtica comunidad política europea no muestran prisa. Llevan demasiado tiempo apegados a una ruta intermedia que es inestable.
En términos económicos, la opción menos mala es la de garantizar que las cesaciones de pago y los abandonos de la eurozona, que son inevitables, se realicen en forma ordenada. En términos políticos, será necesaria una vuelta a la realidad. La crisis exige reorientar las prioridades para prestar más atención a las preocupaciones y aspiraciones internas de cada país, en desmedro de las obligaciones financieras externas y las medidas de austeridad. Así como un buen funcionamiento de las economías locales es la mejor garantía de una economía mundial abierta, el buen funcionamiento de las políticas locales es la mejor garantía de un orden internacional estable.
El desafío está en dar forma a una nueva narrativa política que enfatice los intereses y valores nacionales, sin llegar a los extremos de la xenofobia. Si las elites de centro no demuestran que están a la altura de la tarea, la extrema derecha ocupará gustosa su lugar.
No estaba errado el primer ministro saliente de Grecia, Giorgios Papandreu, con su fallida convocatoria a un referendo. Esa jugada fue un intento tardío de reconocer la supremacía de la política interna, aunque los inversores la hayan visto como (según palabras de un editor del Financial Times) "jugar con fuego". Lo único que se ha conseguido con el retiro de esa convocatoria es demorar el momento de la verdad y aumentar los costos que en última instancia deberá pagar el nuevo gobierno griego.
Parece que en Europa no quedan alternativas de las buenas, sólo de las menos malas.
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