El primero fue la concurrencia de la Presidenta a la reciente Cumbre sobre Seguridad Nuclear, en Washington. Más allá del valor protocolar de ciertos gestos, pudo significar un intento de la Argentina por tratar de reinsertarse en un mundo en el que su presencia e influencia se han desvanecido paulatinamente a lo largo de los últimos seis años, como consecuencia de carecer de una clara política exterior. Pero esa concurrencia fue, es cierto, rápidamente opacada por la reciente visita presidencial a Hugo Chávez, actuando nuestra Presidenta como si nuestro país compartiera las concepciones ideológicas por él definidas.
El segundo hecho está referido al pago de la parte de la deuda pública que se mantiene impaga con los bonistas que no aceptaron los términos del canje impuestos en su momento por el propio Néstor Kirchner.
Ambas cuestiones podrían haber sugerido la voluntad oficial de comenzar a caminar por un sendero de racionalidad que lleve gradualmente a la recuperación de la confianza externa e interna en el país. De esta manera, la comunidad internacional pudo haber percibido una cuota mínima de previsibilidad proyectada por la acción del gobierno argentino, lo que incluye a los propios habitantes del país, para quienes una política más racional posibilitaría el desarrollo vigoroso de sus actividades privadas, al permitirles tomar decisiones en un contexto normalizado.
Sin embargo, casi simultáneamente con esos hechos positivos, el kirchnerismo desató en el ámbito interno nuevas tempestades políticas: volvió a enfrentarse al Congreso, a presionar indebidamente a los jueces, a insultar y agraviar al propio vicepresidente de la Nación, y a tratar de cercenar la cuota de libertad de la que todavía puede gozar el periodismo independiente.
Creer, como lo hace el Gobierno, que en un mundo globalizado como el actual se puede tener una imagen aceptable en el exterior, y mantener y acrecentar una negativa en lo interno a partir del constante avasallamiento de las instituciones de la Constitución, de la subsistencia de una corrupción creciente y de un autoritarismo anacrónico es un error que evidencia no sólo una concepción pequeña de la política, sino un grave desconocimiento de cómo funciona efectivamente el mundo a partir de reglas de juego que gobiernan a las naciones civilizadas.
Ningún país que tenga graves conflictos internos puede hoy merecer la consideración, la confianza y el crédito de los centros en los que se gestan las grandes decisiones internacionales.
Por eso, es sorprendente que los pocos y titubeantes pasos que se dan en la dirección correcta terminen inevitablemente devorados por la agresividad del kirchnerismo, que no concibe la política sino como una lucha de todos contra todos, cada día, todo el tiempo y sin descanso.
En definitiva, la gestión actual padece de una cuota de improvisación crónica con meros espasmos de falsa actividad, que no son suficientes como para definir una política ni enhebrar un proyecto de país. De allí las contradicciones constantes y la falta de diálogo que, contra lo que algunos piensan, no trasmiten seguridad ni estabilidad desde el oficialismo, sino su permanente duda entre lo esencial y lo accesorio.
Cuando no se tiene claro ni el diseño básico de un proyecto de futuro, ni sus líneas fundamentales, se termina dogmatizando el detalle.
Se defiende así intransigentemente, como lo hace el Gobierno, aquello que podría cederse sin afectar para nada la médula misma de un programa.
Editorial IIMás oportunidades perdidas
Si la Argentina no opta por respetar sus propias instituciones, mal podrá generar credibilidad en el resto del mundo
lanacion.com | Opinión | Mi?oles 21 de abril de 2010
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